Siempre descalifiqué a las personas que gastan dinero en entrenadores personales porque me parecía una estupidez. Deportistas fracasados haciéndose los importantes frente a gente débil. ¿Para qué necesitás que te digan algo que ya sabés?

Un empresario amigo que vivía remándola contra gordura un día me dijo:

-Al personal trainer le pago para que me toque el timbre.

Lo miré sin entender.

-Viene a casa, toca el timbre, me despierta y como me da tanta vergüenza decirle que se vaya, aunque puteo y juro que lo voy a suspender ese mismo día, al final salgo y entreno. Y después estoy contento porque haber hecho ejercicio me hizo bien.

Me había mudado a un complejo con piscina por lo que empecé a nadar con regularidad. El guardavida era un gordo con cara de malo más bueno que Lazzie. Usaba un slip rojo que no alcanzaba a contenerle la panza, y tenía brazos y piernas musculosas de algún pasado mejor. El hombre se ganaba el pan de cada día aguantándose a mil principiantes y entrenando a unos pocos nadadores. ¿Para qué lo contratarán los que nadan bien?, me preguntaba. ¡Qué ganas de tirar el dinero!

Después de estar un año nadando frente a su discreta mirada un día me dijo:

-Podrías nadar con menos esfuerzo…

Lo miré con displicencia, convencido de que era una trampa para tener un nuevo cliente. Así y todo charlamos unos minutos y al final le propuse que me diera una clase para sacármelo de encima. Aunque no quería ser uno de los inútiles que necesitaban un entrenador personal, en los pocos minutos que hablamos Miguel había dicho un par de cosas interesantes.

-Hacete veinte largos para entrar en calor.

¿Veinte largos para entrar en calor? Qué manera de que me roben el dinero, pensé. ¿Qué estoy haciendo pagándole a este gordo para que me haga perder la cuarta parte del tiempo que voy a estar acá? Qué fácil que ganan la plata algunos.

Cuando terminé la larguísima entrada en calor lo miré esperando alguna indicación que aportara algo.

-¿Por qué le pegás tanto al agua? ¿Te hizo algo malo?

Su comentario me fastidió un poco, aunque algo de verdad tenía.

-No necesitás hacer tanto esfuerzo, ni golpear el agua…Esto es otra cosa. Se trata de deslizarse, de fluir.

Esas palabras me interpelaron. Aunque él estaba hablando de natación no pude dejar de hacer un paralelismo con mi vida. Vivía empujando, esforzándome, peleando con la realidad. ¿Fluir? No era para mí. A mí me había tocado remar y gracias a que todo lo que hacía salía adelante.

-¿Y por qué nadás tan apurado?

Lo miré sorprendido, como si el gordito conociera rasgos de mi personalidad con los que yo lidiaba desde siempre.

-¿Sabés lo que es una variable estratégica?, le dije con aires de superioridad. Un elemento que lo condiciona todo. Todo se supedita a eso.

Miguel me miraba con paciencia.

-Nado dos mil metros, tres veces por semana, en una hora. Esa frecuencia e intensidad me ayudan a mantenerme flaco y sano.

Él me miraba con ternura como si estuviera diciendo una estupidez.

-¿Y no te gustaría nadar mejor? Podrías hacer lo mismo con menos esfuerzo.

Me pregunté si eso me interesaba. Yo nadaba para estar bien y evitar que el paso del tiempo me anquilosara. Nadar mejor no era una preocupación aunque con el tiempo descubriría que no me interesaba porque no tenía ni idea de lo mal que nadaba. Ningún hediondo se huele a sí mismo.

-Cuando terminas  de hacer la brazada tenés que relajar el brazo. Como un resorte al que no hay que forzar para que vuelva a su posición original. Vos lo traés tenso, haciendo fuerza. No descansa nunca.

Cada uno de sus comentarios era como una estocada que daba en el blanco. ¿Cómo era posible que fueran las mismas observaciones que me habían hecho en otras disciplinas muy distintas?

-Estás todo el tiempo haciendo fuerza y acá hay un momento para tensionar y otro para relajar. Todo tiene su tiempo bajo el sol.

Esa frase bíblica no era para mí;  yo no tenía un tiempo para todo. En cualquier orden de la vida mi único tiempo era esforzarme. Si no lo hacía me hundía. No tenía ni idea de lo que era flotar y mucho menos fluir.

-A tu brazada también le falta profundidad. Como la hacés muy rápido no llegás a agarrar bien el agua y termina siendo superficial.

A estas alturas de la clase al gordo lo amaba y odiaba por igual. ¿Cómo era capaz de identificar mis características esenciales en media hora? Me sentía desnudo, expuesto. Las armaduras que usaba habitualmente para esconder mis vulnerabilidades parecían no servir de nada ante su aguda mirada.

-Si querés avanzar más vas a tener que meter tu brazo más hondo y agarrar bien el agua. Pero eso no se puede hacer apurado. Braceá más lento y más a fondo, y aunque no lo creas vas a ir más rápido. Ahora solo generás un inmovilismo frenético. Te movés y desgastás mucho para avanzar poco. Como si no fueras dueño de tu propio ritmo sino que te manejan tus impulsos. Para poder ir rápido hay que ser capaz de ir despacio o incluso parar.

Sus palabras no podían ser más ciertas.

Seguí nadando como pude, bastante confundido. Después de varios largos más y viendo que seguía acelerado Miguel me hizo una pregunta subversiva.

-¿Te gusta nadar?

¿Qué carajo era eso? Yo nadaba porque me hacía bien, no porque me gustara. En mi vida no tenía mucho lugar para el romanticismo; hacía lo que había que hacer y punto.

Lo miré con cara de fastidio.

-Es que te perdés lo mejor, dijo meneando la cabeza. Siempre apurado, siempre empujando. Si todo es una obligación la vida es una desgracia. Terminás pareciéndote a esos hámsters que corren frenéticamente en esa ruedita  y siempre están en el mismo lugar.

Durante un tiempo siguió enseñándome muchas cosas, todas relacionadas con mi personalidad. Por ejemplo, que cada vez que estaba por terminar la clase nadaba mejor. Y no porque hubiera aprendido algo nuevo sino porque el cansancio hacía que bajara la guardia, me relajara y las cosas fluyeran. Mientras me creía a cargo, como artífice de mi técnica y de mi destino, todo salía peor. Cuando dejaba de controlar, todo mejoraba. Buena paradoja.

Pienso que me resulta difícil fluir porque me pasé la vida empujando. Y sin quererlo se convirtió en mi estilo de vida.

¿Podré relajarme alguna vez?

El gordo me anima explicándome que las personas que no saben nadar no se ahogan por no saber, sino por los esfuerzos que hacen para salvarse. Y que si aún en medio de esa angustia pudieran relajarse, flotarían.

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El esfuerzo es mejor dejarlo para los constipados (Jorge Bucay)