La exigencia nos destruye. La propia y la que nos impusieron, y no fuimos capaces de rechazarla o procesarla para que no nos haga tanto daño. Quién puede aprender si tiene que estar dando examen todo el tiempo? Como es posible sobrevivir y crecer? La exigencia no se lleva bien con la libertad, ni mucho menos con el amor. Si bien la exigencia es parte de la vida, solemos pasarnos sobre exigidos toda nuestra existencia, esperando una paz que suele no llegar. 

«-Yo nunca te exigí que fueras buen alumno», dijo su madre con un tono defensivo. Como toda media verdad, era una mentira.

El contrapunto se había desencadenado por una historia ocurrida quince años atrás, cuando Gastón tenía diez años. Él, un alumno sobresaliente, acababa de contarle a su madre una de sus tantas vivencias traumáticas que ella ni había registrado.

La historia era que cuando estaba cursando quinto grado del colegio, el maestro de lengua había decidido tomarles un dictado sorpresa como represalia a la inconducta generalizada. Una rigurosa selección de treinta palabras difíciles en donde cada error valía tres puntos.

Tan pronto finalizó la prueba, el profesor se puso a corregirla. Como no podía ser de otra forma dado que eran palabras difíciles y que cada error descontaba tres puntos, todos los alumnos se sacaban un uno. Bastaban solo tres equivocaciones para obtener esa calificación, así que el resultado fue un aplazo masivo.

Únicamente tres alumnos se salvaron de la catástrofe. Dos de ellos cometieron solo dos faltas, y arañaron un cuatro. Y Gastón, que con sólo un error, se sacó un siete. Con el fin de mostrarle a sus alumnos que con él no se jugaba, el maestro les devolvió los exámenes corregidos  en ese mismo momento, y les exigió que a la mañana siguiente los trajeran firmados por sus padres.

Todos los alumnos envidiaban la situación de Gastón. Cualquiera de sus compañeros hubiera ido a ver a sus padres orgulloso, explicándoles que había sobrevivido a un maligno dictado sorpresa. Que sólo había cometido un error cuando todos los demás habían sido aplazados. La circunstancia hasta se hubiera prestado para exigir un premio.

Sin embargo, por razones que aún quince años después su madre ignoraba, Gastón no había hecho nada de eso, sino más bien todo lo contrario. Para él, llevar un siete a su casa era inaceptable. Incapaz de registrar que lo suyo había sido una proeza, no tuvo más remedio que ocultarlo.

Pero claro, la orden de traer el examen firmado por sus padres al día siguiente lo colocaba en una situación de extrema presión. No podía tratar de compensarlo sacándose dos dieces y que el promedio de nueve pasara desapercibido. Debía mostrar ese fracaso absoluto a sus padres.

Presionado por las circunstancias e incapaz de hablar, decidió falsificarles la firma. Desbordado emocionalmente y con una soledad abrumadora, pasó por alto que esa decisión desesperada transformaba una situación inobjetable en otra grave, como era adulterar una firma. Esa infracción podía estar penada hasta con la expulsión del colegio. Lo que era una oportunidad había devenido en una situación inmensamente riesgosa.

Pese a haber practicado la firma de su madre varias veces, a la hora de tener que hacerla en serio, el pulso de Gastón tembló. El resultado fue un mamarracho que lo colocó en un lugar aún más difícil.

Apremiado por las circunstancias dado que no podía llevar ese examen al día siguiente sin que el maestro se diera cuenta de que era una falsificación, optó por rehacer todo el examen, falsificar la calificación colocada por el profesor y luego falsificar la firma de su madre.

Pese a un sinnúmero de intentos que indefectiblemente terminaban abollados en el cesto de papeles, Gastón siguió intentando. Cuando la firma del profesor salía aceptable, fallaba en la de su madre y viceversa. Llegó la hora de dormir y no tuvo más remedio que conformarse con alguna imitación mediocre.

Aunque sólo tenía diez años, para Gastón aquella fue una larga noche. Se imaginaba el día siguiente cuando el profesor descubriera todo y lo mandara a dirección para ser expulsado. El hecho que se hubiera sacado un siete cometiendo un sólo error había quedado demasiado atrás.

Cuando sonó el despertador se sintió como alguien a quien le llegó su hora. No había más remedio que afrontar la realidad e ir al cadalso. Se vistió como pudo y tragó un sorbo del café con leche sin atinar a probar bocado alguno. Paralizado por el pánico y con la mirada perdida, caminó lentamente al colegio.

La agonía se prolongó dos horas más, hasta que llegó la clase de lengua. El profesor, apenas ingresado, solicitó que colocaran los exámenes firmados sobre sus pupitres. Mientras el maestro iba revisándolos, Gastón sintió que se moría.

Pensó que afortunadamente faltaba poco. Después de todo, la muerte era siempre una liberación.

Cuando el docente llegó a su escritorio, el corazón de Gastón se detuvo. Sin embargo, el sadismo que el profesor había exhibido hasta ese entonces migró en algo más humano diciéndole a su alumno: «-¿Te felicitaron?» Forzado por las circunstancias, Gastón sonrió como pudo mientras veía al profesor seguir su camino, sin siquiera mirar la firma de sus padres. Se había salvado.

Quince años después y al enterarse de lo ocurrido, la madre no entendía porqué había sucedido algo así. En forma vana, Gastón intentó explicarle el entorno de enorme presión que existía en su casa, más allá que formalmente nunca le hubieran exigido nada. Sin embargo, sino era de su familia; ¿de dónde vendría semejante presión?

Reflexionar sobre lo sucedido treinta años después era bastante más simple. Acaso era posible, por primera vez. El entorno familiar exigía la excelencia académica y de todo tipo. No había demandas formales pero por todos lados se respiraba eso. ¿Cómo escaparse?

Con algo más de cuarenta años y tres décadas después de aquél suceso, Gastón se dio cuenta que su conducta había sido de lo más lógica para las circunstancias en las que vivía. Por supuesto que no era un destino obligado sino muy probable. Su hermano, por ejemplo, había canalizado la presión de otras formas que si bien eran igual de tóxicas, en un caso similar le hubieran permitido mostrarles el siete a sus padres.

Dolorosamente, Gastón tomó conciencia que durante muchos años había vivido sin margen.

Paradójicamente, lo que lo había rescatado de esa vida infernal había sido una enorme crisis personal, que no había podido evitar, ni conducir. Y ese fracaso con todas sus implicancias y esquirlas lo había acercado a los errores, las equivocaciones, las defraudaciones. Antes de la crisis, eran cosas que le pasaban a otra gente, no a él. Se preguntó cómo había podido vivir siendo tan perfecto, tantos años.

Fue completamente consciente de las devastadoras consecuencias que esta situación había tenido en su aprendizaje y crecimiento. La exigencia siempre devenía en aversión a los riesgos y esa conducta generaba estragos.

Se preguntó por qué los padres, en vez de exigir la perfección de sus hijos, no fomentaban la experimentación y la resiliencia, tan imprescindible para vivir. ¿Quién podía aprender si tenía la tácita obligación de no equivocarse?

¿Y acaso no era mucho más decisivo estimular la familiaridad con el error y sobre todo, la capacidad de volver a pararse y seguir adelante, una y un millón de veces?

Tuvo dudas acerca de cómo era como padre. ¿Alguno de sus hijos estaría en una situación similar?

Gastón no quería tapar ni negar su pasado, pero tampoco tenerlo siempre presente. Verlo y reconocerlo tal cual había sido, para poder sanarlo. Luego, poder soltarlo y seguir su camino.

Pensando en cómo transmitirles algo valioso a sus hijos se dio cuenta de que la idea de familiarizarse con el error, desdramatizarlo, entenderlo como parte del proceso de aprendizaje, era muy importante.

Como también lo era la capacidad de recuperarse y seguir adelante. Desarrollar la determinación era sin lugar a dudas la más importante de todas las capacidades que requería vivir.

Registrar que para ser resiliente resultaba imprescindible tener una mirada benevolente y compasiva sobre los errores y la propia vida.

De lo contrario no había aprendizaje ni mucho menos resiliencia posible. Aprender, crecer, vivir, requerían mucho más que percepción y apertura. Demandaban suma paciencia, ternura y misericordia con uno mismo, requisitos sin los cuales, era imposible no autodestruirse.

Volvió sobre aquél niño de diez años tan desamparado. Lo miró, reconociéndose a sí mismo. Y se sintió en paz al tomar consciencia del largo y fecundo camino recorrido.

Artículo de Juan Tonelli: Sin margen.

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