-Quiero comprar esta postal para mandarle a la tía Valeria.
Mi madre me miró extrañada. Valeria era su hermana, pero justamente, no era mi madrina sino la de mi hermano Hernán. Seguramente se habrá preguntado por qué tendría yo ese rapto de amor.
Tía Valeria era una de esas mujeres intensas. Tenía una hija, y mi hermano, era su gran debilidad. Lo llenaba de regalos, le hacía los mejores programas, lo llevaba de viaje.
Yo en cambio, tenía una madrina mucho mayor. Era una tía abuela que no había tenido hijos e imagino que por eso el conciliábulo familiar decidió premiarla endosándome como ahijado. Por esos años, nadie miraba a los niños, sino las necesidades de los adultos. Mi madrina Titi era amorosa, pero claro, al ser una persona mayor, me daba poca bola. Simplemente se limitaba a regalarme un poco de dinero para mi cumpleaños, Nochebuena, Reyes y el día del niño.
Con los años fui generando celos de la situación de mi hermano. Su madrina era intensa pero lo hacía sentir a él como el más importante del universo. Y yo, que estaba parado al lado suyo, como el más desgraciado del universo. La barita mágica había tocado al vecino y yo me sentía un infeliz. No es nada fácil ser el hermano de Maradona. Y si bien mi hermano no lo era, lo hacía sentir así, y yo me sentía igual de desdichado que el hermano de Maradona, sintiendo que no existía.
Con mis siete años, pensé que si le mandaba una postal de Bariloche, yo solo, sin palabras de mi hermano, conseguiría aparecer en su radar, hacer una diferencia.
Mamá accedió a comprarme esa postal. La escribí toda con palabras súper cariñosas y la firmé. A propósito no dejé espacio para que mi hermano escribiera nada. Así y todo, mamá me puso en un aprieto;
-Vamos a llevársela a Hernán para que la firme.
-No quiero, le dije poniéndome serio.
No sé bien qué cara puse, pero debe haber sido lo suficientemente dura para que mamá entendiera que iba en serio.
-Bueno, me dijo no muy convencida. Vamos a mandarla al correo.
Así lo hicimos y nuestro viaje siguió. Yo estaba entusiasmadísimo, como alguien que planta un árbol, o hasta espera un bebé. Confiaba en que el proceso germinaría, y que a mi regreso pudiera empezar a dar vuelta esa historia en la que yo era invisible a los ojos de esa tía que no me quería.
Regresamos a Buenos Aires, y yo estaba ansioso por la reunión dominical en la que nos encontraríamos con toda la familia. Quería ver cómo reaccionaba Valeria a mi jugada estratégica.
Finalmente llegó el día y al llegar a la casa de mis abuelos a donde era el punto de encuentro, ella abrazó con la efusividad de siempre a su ahijado, mientras yo esperaba mi turno. Cuando terminó con mi hermano, me miró, y con cierta calidez, me dijo:
-Muchas gracias por la postal, pichón.
Me dio un beso, y siguió saludando a los demás familiares.
No puede ser, me dije para mis adentros. ¿Eso fue todo? Va a reaccionar. Seguramente en un rato o en unos días veré los frutos de mi acción. Mi hermano no le mandó nada de viaje y yo en cambio, sí.
Los días pasaron, las semanas y los meses. Los domingos siguieron iguales que antes de mi postal.
No pasó nada.
Aunque fue una lección contundente, me tomó décadas aprender que el amor no se comercia. Que no es una inversión. Es dar, por la alegría de dar, sin especulaciones.
Y que no tiene sentido vivir mendigándolo.
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