«- Si sentís que tenés todo bajo control, podés estar seguro que no estás manejando lo suficientemente rápido». La frase de Fernando Alonso, si bien era temeraria, sacudió a Mirko.

Al contrario de lo que describía el campeón mundial de Fórmula Uno, él levantaba el pie del acelerador apenas sentía que empezaba a perder el control. Y eso en sí no tenía nada de malo, porque era un obvio reflejo de supervivencia. La contradicción, sin embargo, residía en que algo muy interno suyo lo impulsaba a acelerar, a correr y a pretender ganar. ¿Era posible estando a salvo?

Animado por el refrán «el que no arriesga no gana», varias veces había arriesgado y había perdido. Y la característica de aquellas frustraciones había sido que la decisión de tomar riesgos no había sido elegida sino más bien, auto impuesta. Una imposición interna, pero imposición al fin. Mirko había sentido que debía arriesgarse.

Pero el deber, nunca lleva muy lejos a las personas. Mirko sentía miedo, mucho miedo. Y en el fondo, lo que lo impulsaba hacia adelante era un estímulo negativo: evitar ser un cobarde, un fracasado, alguien que no se animaba.

Y ese estímulo era siempre muy débil. Hacer algo, simplemente para evitar un lapidario juicio interior, nunca resultaba. La realidad solía ser tan compleja, adversa e impiadosa, que para ser conquistada requería una enorme convicción interna. Casi rayana con la locura.

Mirko se dio cuenta de la errada mirada que tenía sobre ciertas cosas. Imaginaba que Fernando Alonso podía ser campeón de carreras circulando por el circuito con razonabilidad y criterio. Asumía que el español no estaría tranquilo, pero tampoco que sentiría demasiado miedo. Omitía que ésta era la emoción central que sentía aquél y cualquier piloto de carreras.

Nuevamente volvía a escena la incertidumbre, y su propia dificultad para lidiar con ella. A Mirko le molestaba la incertidumbre. En realidad, le irritaba. Sentía que ella venía a perturbarlo, a robarle la paz que él debía tener.

Más allá de su equivocada premisa, había dos problemas: aún cuando se quedara quieto y no tomara riesgos, tarde o temprano la vida lo expondría. Por otra parte, lo que siempre pasaba era que deseaba cosas, y el deseo lo impulsaba siempre hacia adelante, llevando implícito el riesgo de no obtener lo que buscaba.

Volvió a pensar en Fernando Alonso y en los riesgos que corría. Una cosa era no ganar la carrera, no salir campeón mundial, y otra bien distinta era matarse en uno de esos bólidos infernales. En cierto sentido, no poder tolerar el miedo cuando se manejaba a más de 300 km/h era algo más que lógico. Ser piloto de fórmula uno era una actividad para muy pocos.

Su mente asoció libremente a Cristóbal Colón. Imaginó la noche previa a la salida del Puerto de Palos. O peor aún, la previa a partir hacia lo desconocido, desde la isla Gran Canaria. ¿El mundo sería plano y él y sus tres modestos navíos se caerían en un abismo sin fin? ¿Una tormenta de alta mar hundiría las carabelas? ¿Habría tierra firme del otro lado, o quedarían extraviados a la deriva del océano infinito, sin sentido de continuar ni posibilidades de regresar?

Todas aquellas preguntas angustiantes habían sido calladas cuando después de 35 días de incertidumbre máxima, casi sin provisiones y con los 90 tripulantes sublevados, el guardia gritó «tierra a la vista!»

Claro, estas gestas épicas no ayudaban al análisis. La vida de la inmensa mayoría de las personas transcurría con disyuntivas más modestas. Sin embargo, el ser humano solía anhelar los grandes logros, sin estar dispuesto a pagar grandes precios. La fascinación que producían la conquista, el éxito, la gloria, frecuentemente estaban en franca contradicción con los riesgos que se estaban dispuestos a asumir.

A sus treinta y seis años un conocido le había clavado una daga al pensar en voz alta una tremenda reflexión: «- si a los cuarenta no lograste por lo menos un millón de dólares, tenés que revisar tu perfil de riesgo. Seguramente y aunque nos neguemos a admitirlo, no estaremos corriendo los riesgos suficientes. O más probablemente, casi ningún riesgo.»

«Nos mostramos osados, pero en el fondo, estamos estáticos por sentirnos muertos de miedo. Tenemos terror de correr algún riesgo. Pánico de equivocarnos. Como si equivocarse fuera una muerte civil que la sociedad no nos perdona. Ni nosotros mismos, por supuesto. Pero sin arriesgarse, sin estar dispuesto a equivocarse y a cometer muchos errores; ¿quién puede aprender algo nuevo, crecer, hacer algo interesante con su vida?»

Mirko imaginó a Colón quedándose a vivir en Puerto de Palos. Aún cuando al igual que las carreras de Fórmula Uno hubiera tenido el sentido de evitar correr grandes riesgos de vida, sonaba patético. Intentó figurarse la existencia del navegante genovés sin animarse a lanzarse a la aventura, quedándose a vivir el resto de sus años en Palos o La Gran Canaria. Una ráfaga de dolor estremeció su corazón. ¿Y no era esa, acaso, la situación de tantas de personas?

Pensó en la zona de confort. Esos límites que la mente o espíritu trazaban para indicar hasta a dónde se estaba cómodo, y a partir de qué limite se dejaba de estarlo. ¿Era posible hacer algo significante con la vida viviendo en la zona de confort?

Se dio cuenta que los razonamientos servían de poco. Eran un pasatiempo de la cultura y la intelectualidad que en el fondo, no llevaban a ningún lado. La emoción, -en este caso el miedo-, era infinitamente más poderosa que cualquier razonamiento. ¿Quién sería capaz de inspirar con razonamientos a algún marino, para que a finales del siglo quince se subiera a un cascarón e intentara descubrir un supuesto nuevo mundo? Resultaba inverosímil.

Pensó en las pasiones. Esa bendición y maldición que venían a la vida de las personas para arrancarlas de sus zonas de confort. A veces con resultados increíbles, otras con consecuencias catastróficas, pero siempre revolucionarias. Nada de andar con tibiezas, preservando el statu quo.

¿Quién podía desencadenar o planear las pasiones? Ellas elegían, no uno. Por otra parte, una vez desencadenadas, eran otro riesgo, ya que las personas dejaban de controlar. Una poderosa fuerza pasaba a impulsar sus vidas, sin ningún otro destino claro que no fuera lo incierto y desconocido.

Reflexionó en esa perpetua contradicción del hombre. Las ganas de asentarse en un lugar seguro, en el que se sentía a gusto, y la necesidad de conocer, de buscar, de descubrir.

Una sola cosa le quedó clara a Mirko. Quedarse a vivir en el Puerto de Palos no era un legado para dejarle a su hijo. Ni con palabras, ni mucho menos, como testimonio de vida.

Artículo de Juan Tonelli: Cruzando el Rubicón.

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