Por una multiplicidad de razones, Cristina empezó a estudiar violín a los nueve años.

La influencia materna era innegable: su madre había sido concertista de piano, habiendo estudiado con los mejores profesores. ¿Las ganas de tocar música de cámara con su hija habrían forzado a ésta a estudiar violín para hacer posible el sueño materno? ¿O peor aún, sería la recurrente situación en que los padres canalizan sus propias frustraciones, instando a sus hijos a ser lo que ellos no pudieron? Como si esa actitud -consciente o inconsciente-, no fuera una manipulación hacia seres que por lo general, mas que tomar la posta de la vida de sus padres, deseaban elegir la propia carrera que correr. Sea cuales fuesen las razones, a una temprana edad Cristina se encontraba de lleno en el camino a convertirse en violinista.

Durante muchos años, el violín lo era todo. Si bien completó sus estudios secundarios, lo único que pasaba por su corazón era el estudio y perfeccionamiento de aquél instrumento. Pensaba violín, dormía violín, comía violín, eliminaba violín, soñaba violín. Era imposible pretender conversar con ella de otro tema que no fuera la música, y de obras que no incluyeran ese sofisticado artefacto de cuerdas.

Cuando completaba sus nueve años de conservatorio y su carrera de violinista, ocurrió un hecho inesperado. Se anotó en un concurso cuyos ganadores tendrían el honor de integrar un sexteto de cuerdas junto con una violista mundialmente destacada. Como Cristina resultó una de las seleccionadas, llegó el día en que se presentó junto a aquella estrella de la música. Luego de un rato de tocar, el sexteto de cuerdas de Brahms establecía un sólo de viola.

Tan pronto la violista empezó a hacer sonar aquél instrumento, Cristina recibió una de las grandes sacudidas de su vida. Aquel sonido atravesó su ser de par en par, sin dejar ninguna de sus células sin vibrar. Como ocurren en las epifanías, el sentimiento inicial  fue de miedo. ¿A qué?

Lo primero que amenaza toda revelación, es a la vida tal como la conocíamos. Por lo general, nunca vuelve a ser la misma. Y si el velo que empieza a correrse refiere a nuestra identidad pujando por salir, más conmovida estará la persona en cuestión. Cristina se angustió tanto que le costó volver en sí cuando fue su turno de retomar la participación en el sexteto.

Como suele ocurrir, tal era el miedo que esta situación había desencadenado, que ella ni se animaba a verla de frente. ¿Cambiaría de instrumento justo ahora que acababa de terminar la década de conservatorio de violín? ¿Tiraría todo por la borda? Definitivamente no. Nada de tomar decisiones impulsivas, ni de seguir pasiones que pudieran ser un amor de verano.  Y ese era justo el problema: los proverbiales mecanismos de negación de los seres humanos para auto preservarse. ¿Auto preservarse, o morirse en vida? Nunca la mente presentaría estos dilemas de una forma ecuánime, como podría ser: ¿Qué preferís; conservar seguridades o seguir tu corazón? Por lo general, la mente rápidamente producía cantidades de razonamientos encargados de obturar cualquier impulso vital: «¿Vas a dejar una actividad en la que sos destacada, tenés una historia, una identidad y un futuro, por una aventura?» Estos diálogos ni siquiera habían llegado a ocurrir de manera consciente, porque el mero debate hubiera sido aterrador. Sin embargo, el virus revolucionario ya se había  alojado en algún recóndito lugar de su alma.

Tres años después, ganó una beca para ir a perfeccionarse en Italia. Serían dos años de intenso entrenamiento. En la primer entrevista, su maestro le contó que uno de sus planes era que ella fortaleciera su técnica estudiando un poco de viola.

-«¿Qué es un poco de viola?», preguntó Cristina casi intempestiva.

-«Seguir algunas rutinas de un violista, durante un año», contestó el maestro de violín. -«Eso te permitirá fortalecer tu brazo, tu arco, y mejorar algunos otros aspectos de tu técnica», agregó.

-«No puedo hacerlo», lo cortó ella inmediatamente. -«Hace algunos años tuve una experiencia muy fuerte, y no quiero entrar en crisis. Menos ahora, que ni siquiera estoy en mi país para que mi familia me contenga!»

El maestro, entre perplejo y compasivo por la destemplada reacción de la alumna, sólo atinó a decirle que no se preocupara. Había muchas formas de seguir creciendo en el violín, y estudiar un poco de viola era sólo un complemento parcial que podría ser sustituido por otras alternativas. El tema quedó ahí, y no se habló más durante los años que duró la beca.

De regreso en su país, con su familia cerca y con más herramientas para protegerse de las crisis, Cristina decidió correr el riesgo.  Su corazón deseaba encontrarse con el amor de su vida, e inconscientemente, sabía que éste era el primer y decisivo paso. Su mente también la engañaba con habilidad, reiterándole que esto solo sería un refuerzo de su técnica de violinista.

Consultó a su maestro italiano si haría sentido que ahora hiciera la experiencia con la viola. Él no dudó un instante, y la mandó a estudiar con el más destacado violista del país. Rápidamente se pusieron de acuerdo, pese a que este profesor le exigía  estudiar la misma cantidad de horas diarias que con su instrumento de origen. Esa rutina le impondría mucha presión, obligándola a mantener un doble turno. Cuando terminara su estudio de cinco horas diarias de violín, tendría que estudiar otras tantas de viola.

Lo que parecía agotador no lo fue. La doble vida  derivó en un amor fulminante. La historia venía de lejos, y pese a los reiterados y vigorosos intentos de Cristina de reprimir su conexión con dicho instrumento, la situación se fue de control. Habría pasado un mes cuando se quebró ante su nuevo maestro y le confesó que ella quería dedicarse a la viola. Él le dijo que eso era muy apresurado y que se limitara a cumplir su compromiso de estudiar un año.

Cristina había abierto la caja de Pandora y pese a la integridad de su maestro de viola, no estaba dispuesta a cerrarla. Se puso en contacto con su profesor italiano de violín y le confesó lo que le sucedía. Como si hubiera conspirado con su colega, él también se cerró a cualquier cambio. Le dijo que un mes era muy poco tiempo, que no se apurara, que en un año podría empezar a ver con algo de claridad. En vano, ella intentó explicarle que a este instrumento lo sentía mucho más. Que el violín era algo que por el virtuosismo requerido era para gente narcisista, mientras que la viola era más filosófica dado que tenía un sonido más grave, lento y profundo. Y que en definitiva, aunque muchos años de su vida hubiera soñado con ser la concertino de alguna destacada orquesta, ahora se había dado cuenta que se sentía más conectada con este instrumento, y que no tenía sentido seguir negando la situación. Ante la negativa del italiano, acordó seguir con los once meses que faltaban de estudio simultáneo de viola y violín.

Íntimamente, supo que ese sería uno de los precios a pagar por su libertad. No era caro. Sería mucho más costoso arriesgar seguridades, tener que presentarse en nuevos concursos para ocupar vacantes que ya tenía ganadas con el violín, e intentar subsistir con esta nueva especialidad. O lo más caro de todo: no animarse a seguir a su corazón. Pensó en lo paradójica que podía ser la vida; justo ahora que estaba bien encaminada, irrumpía esta solapada vocación para poner todo en crisis. ¿Por qué no habría aparecido antes, en algún momento más oportuno? Su corazón le hizo saber que le había avisado, aunque hubiera sido ignorado. Por otra parte, lo de «momento más oportuno», era cierto. Cuando se había manifestado por primera vez en aquél sexteto, ya no era pertinente. Sin embargo, ¿algún cambio vital lo era? ¿Desde cuándo la vida tenía que pedir permiso? Y las rupturas internas; ¿acaso no venían para arrasar seguridades que en el fondo, solo condicionaban y limitaban la existencia humana? Registrar la precariedad de la vida la angustió. Aunque en el fondo de su alma, supiera que esta crisis venía a liberarla.

Cristina honró su compromiso. Completó el año de estudio de viola y de violín sin descuidar ninguno de los dos. Solo que el día final, el instrumento guardado en su estuche para no volver a ser utilizado nunca más, fue el violín. Se preguntó para qué había dado tantas vueltas. Para qué había querido negar lo que le pasaba. ¿Se podía evitar el destino? Seguramente no; pero ¿acaso tenía claro cuál era, al empezar el recorrido? O más bien, ¿no había sido que a fuerza de intentar torcer el rumbo y fracasar, pudo descubrir cuál era su verdadero camino?

Todo el proceso habían sido seis años.  En el fondo, bastante pocos. Mal que les pesara a los seres humanos, conocer lo que querían, solía llevar mucho más tiempo. El necesario para sortear todos los obstáculos cuyo único sentido no era otro que indicarles cuál era el verdadero camino.

Artículo de Juan Tonelli: Encontrando el destino en el sendero elegido para evitarlo.