Mi familia heredó un piano cuando yo tenía once años.Como era inadmisible que no se usara, alguien tenía que aprender a tocarlo. El hilo siempre se corta por lo más delgado, y ese vine a ser yo, el más chico.

Mi primera profesora era una alemana, compasiva y tierna como un militar.

-Cuándo podré tocar alguna canción?, -pregunté ilusionado.

– Niet. Por ahora solo ejercicios y solfeo. Ya se verá en algunos años, -contestaba rigurosa.

Las clases eran los viernes por la tarde, por lo cual a pesar de la profesora, yo iba contento a la clase.

Llegó el verano y las clases se suspendieron hasta marzo. Sin que supiera por qué, mi mamá decidió cambiarme de profesora por otra que le habían recomendado.

La nueva docente venía a casa, y era muy histriónica. Exagerada, por momentos grotesca, y algunas veces violenta. Como yo era sólo un niño tardé un tiempito en pensar que esas conductas tan erráticas y cambiantes tal vez se relacionaban con el olor a alcohol con que llegaba.

El hecho que fuera una clase a domicilio la tornaba más costosa que la anterior, por lo que mi madre quedó atrapada en su decisión unilateral de cambiar de profesora.

-Sentís que vale la pena? Sino la suspendo porque es muy cara, -me preguntaba semana por medio. Aunque mamá no había vivido a ninguna guerra, era de esas personas que no comen huevos para tener que tirar la cáscara.

Abandoné a los pocos meses. Con doce años pensé que el piano no me gustaba. En realidad, el problema era la pedagoga prusiana, la profesora alcohólica y mi madre ahorrativa.

Pasaron muchos años hasta que a mis diecinueve, con el piano familiar vendido hacía rato, sentí que tenía que tenía que volver a tocar el piano. El problema es que estudiaba una carrera universitaria, era deportista profesional, y estaba de novio.

Toda pasión es tirana y la nueva vocación musical empezó a robarle tiempo a las demás áreas de mi vida. Tardé poco en registrar que si no tenía un piano propio no iría a ningún lado. Cuando trajeron a casa el que me compré, hubo algunas turbulencias inesperadas;

-Tantos años tuvimos un piano juntando tierra… Y bastó que lo vendiéramos para que a vos se te ocurriera volver a tocar! -decía mi madre como si ella no hubiera tenido nada que ver con el proceso de mi abandono previo.

Por otra parte, mi pobre hermano mayor se desayunó que a partir de entonces viviría en la casa de un músico:

-Vas a seguir mucho más haciendo esas escalas y ejercicios -me preguntaba con timidez.

-Y, tengo para un rato más -le mentía, sabiendo que un par de horas practicando esos ejercicios tortuosos. Tan pronto fue consciente de la nueva realidad, mi hermano tomó la decisión de irse a vivir solo.

Después de algunos intentos fallidos de encontrar un profesor a la altura de mis ambiciones musicales, identifiqué uno que despertó mi interés. Cuando el alumno está listo, el maestro siempre aparece, dicen en la India.

En los clasificados de un diario de objetos usados, un aviso ofrecía clases de piano a cargo de un discípulo de Scaramuzza. Éste había sido un gran maestro italiano que había sido el mentor de Martha Argerich, Daniel Baremboim y Bruno Gelber, por lo que pensé que podría ser bueno.

Como yo estaba tan ocupado por mis estudios universitarios y mi carrera deportiva, mandé a mi novia a entrevistarse con él.

-Parece interesante, pero creo que sos vos el que debiera conocerlo -me dijo con ternura.

El primer encuentro fue revelador. Conversamos un buen rato en el que yo lo evaluaba para ver si era lo suficientemente bueno. Mientras le demostraba mis enormes conocimientos pianísticos que sólo existían en mi cabeza, me hizo una propuesta subversiva y básica:

-Por qué no tocás un poco así te escucho?

Me sentí desnudo, sin más alternativas que impresionarlo tocando. Me saldría bien o cometería errores?

Sentado en la butaca, acomodé la altura e hice todos los rituales como si fuera Liszt. Pese a mis nervios, interpreté una pieza de Bach sin equivocar una sola nota.

-No cometiste ningún error…

Percibiendo que no era un elogio, miré al profesor pidiendo más información.

-Estabas más preocupado en no equivocarte que en tocar el piano. Hubiera preferido que cometieras cinco o diez errores pero que te expresaras, que la obra estuviera viva. Vos en cambio, la metiste en una caja fuerte y ahí quedó: segura pero muerta. Si seguís por ese camino, en veinte años vas a seguir tocando igual; no hay evolución posible cuando uno está paralizado por el miedo.

Y como vengándose de todo el interrogatorio al que lo había sometido, remató:

-Si vas a ser mi discípulo quiero que lo que te movilice no sea el miedo, sino la pasión.

Había encontrado al maestro.

Durante dos años asistí una vez por semana a tomar clases con él. Como tenía una agenda más cargada que el presidente de los Estados Unidos, mi única alternativa era verlo los lunes por la mañana temprano. Imposible tener alguna sensibilidad a un horario más propio de los monjes que de los artistas.

Un día, mientras tocaba un preludio de Chopin en forma horrible, el maestro intentó inspirarme:

-Imaginate que esta es la última pieza que vas a tocar en tu vida. Tan pronto termines, serás ejecutado. Interiorizate en ese clima, y con ese sentimiento interpretala.

Hice una pausa, cerré los ojos, respiré hondo, y durante unos instantes medité en ese sentimiento. Luego empecé a tocar, y se ve que mi interpretación no estaba a la altura de sus expectativas. Al minuto de haber comenzado, me dijo:

-Si seguís tocando así, no van a esperar a que termines para ejecutarte.

El tiempo pasaba y yo vivía enojado. El profesor me había dicho que si aspiraba a ser un pianista debía estudiar por lo menos cuatro horas diarias. Ese era mi objetivo y mi fracaso cotidiano. Con la vida que llevaba me era imposible practicar tanto tiempo. Aunque en aquél entonces lo creyera factible, a la distancia resulta evidente que era un disparate. Aún los días en que con un gran esfuerzo lograba estudiar dos horas, me sentía un fracaso que no alcanzaba ni la mitad del objetivo propuesto.

Paradójicamente, para ese entonces era bien consciente de mi ambición de ser Daniel Baremboim. No se lo contaba a nadie para no presionarme aún más, pero en el fondo de mi corazón albergaba la ridícula idea de que algún día sería como él, viajando por el mundo y tocando en los mejores teatros líricos como la ópera de Viena, de Milán o de Sidney.

Miraba videos suyos para imitar su forma de tocar y hasta sus tics; me vestía como él, y así y todo seguía frustrándome diariamente al no poder estudiar las cuatro horas que garantizarían mi acceso al Olimpo de la música.

Cómo era posible que fuera incapaz de ver lo obvio? No era evidente que alguien que empieza a estudiar piano a los diecinueve años y practica dos horas diarias, no podrá alcanzar el nivel superlativo de un Baremboim, que comenzó a los tres años y practicó diez horas por día durante décadas? Y eso sin contar el talento.

Pese a que era evidente que no llegaría a buen puerto, mi férrea voluntad y capacidad de negación seguían forzando las cosas. Prefería no mirar de frente a mi sueño, para no decepcionarme. No sé de donde saqué la idea de que ignorar la realidad era una buena estrategia; una enorme piñata de dolor y frustración pendía sobre mí.

Tomando unas cervezas con mi hermano, él hizo una reflexión quirúrgica:

-Lo que no me queda claro es si a vos te gusta tocar el piano, o lo que te gusta es tocar el piano en el Carnegie Hall, lleno de gente.

Sin que pudiera inventarme una salida de aquella encrucijada, hizo la pregunta de jaque mate:

-Sino llegás al Carnegie Hall; serías feliz tocando el piano en el lobby de cualquier hotel?

No hizo falta responderle.

Mi complejo proceso con el piano iba llegando a su clímax sin que pudiera torcer el rumbo, ni mucho menos, ponerlo en palabras. Como esas parejas que van directo al precipicio y aún entonces no pueden hablar de lo que les pasa. Y en donde la ruptura puede ser de la forma más estúpida ya que no importa la forma, sino el fondo: terminar de una vez, dejar que la realidad se imponga por su propio peso. Un marido que dice que va a comprar cigarrillos a la esquina y no vuelve nunca más.

Para finales de ese año el maestro organizaba un concierto en el que tocaríamos todos sus alumnos. La cita era en un pequeño y cálido auditorio al que asistirían familiares y amigos de todos los estudiantes. El plato fuerte estaba al final, en donde el profesor interpretaría la increíble sonata Apasionada de Beethoven, esa obra que lleva al alma humana de un extremo al otro.

Llegó el día D y aunque hacía tiempo que yo venía sintiendo que mis días con el piano estaban contados, no era consciente de ello, ni mucho menos, imaginaba que el desenlace pudiera ser así.

Interpreté la Suite Inglesa número 2 de Bach, una obra que me encantaba. Lo hice bien, considerando que llevaba solo un par de años estudiando dos horas diarias.

Pero como yo me evaluaba en función de alcanzar a Baremboim, sentí que mi interpretación había sido catastrófica. Después de ese nuevo baño de realidad, me sostuve como pude mientras fingía escuchar a mis compañeros.

Finalmente llegó el momento del cierre, a cargo del maestro. Confiaba que al escuchar mi sonata favorita podría abstraerme de tanto dolor.

No habrían pasado dos minutos del inicio cuando sentí que un agujero negro me chupaba. Mi memoria auditiva tenía grabada las interpretaciones de los mejores pianistas del mundo y el contraste con la digna versión del profesor era atroz. Antes de que terminara el primer movimiento me surgió la pregunta letal: “si este señor que estudia las benditas cuatro horas diarias desde su infancia toca así; qué me queda a mí?”

Cuando terminó el primer movimiento me paré como pude y me fui.

Al día siguiente le informé que dejaba de tocar el piano.

Pero como la búsqueda de reconocimiento no era todo, la parte de mi corazón que tenía una pasión genuina por el piano seguía empujando. Doce meses después hice otro intento fallido con la composición musical, y cuatro años más tarde con el jazz. No era mi género preferido, pero improvisar como Keith Jarrett era un sueño alternativo al de ser Daniel Baremboim.

Vacunado por la experiencia, esta vez me enteré de la realidad bastante rápido y abandoné a los pocos meses.

Cinco años más tarde volví a la carga. Me anoté en un instituto amigable, que no aspiraba a que los alumnos fueran grandes concertistas, sino que pasaran un buen rato. Aprendí a tocar baladas, canciones de rock, y otras piezas básicas que me gustaban, más acordes con mis posibilidades. Me había tomado veinte años encontrar mi lugar.

De vez en cuando aparecía algún profesor diciéndome que yo estaba para más. Que tenía muchas condiciones y era un desperdicio que solo tocara cancioncitas. Con la misma serenidad que un alcohólico recuperado rechaza una copa, declinaba esas propuestas.

Con lo que me había costado averiguar cuáles eran mis límites; no quería volver a entramparme. Como decía Mark Twain, “un hombre que lleva un gato por la cola aprenderá algo que no puede aprender de otra forma”.