«Somos lo que hacemos con lo que nos hicieron.»

Jean Paul Sartre

 

-Mi madre diría que esa mujer lo único que hace es abrir las piernas…

-¿Qué querés decir?

– Según mamá, las mujeres que no eran profesionales e independientes, eran como una especie de parásitos que vivían de manipular a sus maridos a través del sexo. Toda una ironía que fuera una feminista quien lo decía, y no un hombre…

Luis se quedó pensativo, quizás imaginando lo que yo habría sufrido expuesto a esa toxicidad. Con delicadeza me dijo:

-También se pueden abrir las piernas por amor…

Esas ocho palabras me desparramaron.

¿Abrir las piernas –entregarse- por amor?

Luis ni se debe haber enterado del terremoto que me generó con ese comentario.

Cuando era chico mamá clasificaba a las mujeres en dos grupos: las que trabajaban y las que abrían las piernas. Ella, obviamente, estaba en el primero. Un grupo que solo ella integraba, porque el resto de mujeres profesionales no le llegaban ni a los talones. Con mis hermanos nunca abríamos la boca en este tema porque sabíamos que era un asunto sensible y teníamos miedo de desatar una tormenta.

Crecimos percibiendo un desprecio por las amas de casa, las mujeres que no fueran profesionales, o dependieran económicamente de sus maridos. Para mamá no tenían ningún valor. Ella, en cambio, hacía de madre, esposa y además trabajaba mucho para que viviéramos como reyes. Algo que solo ella había decidido, pero que siempre nos facturaba.

¿Mamá habrá podido entregarse por amor? ¿Habrá sido capaz de recibir no solo el cuerpo de un hombre, sino y sobre todo, su alma?

Estaba claro que no había manipulado a papá para ser mantenida; aunque no lo había hecho por virtud sino porque su propia madre la había educado para no depender de los hombres, que suelen ser volátiles. Las familias son la mejor fuente de transmisión de valores positivos, y negativos.

¿Su familia se habrá dado cuenta de que el precio de esa “independencia”, por no decir trauma, fue mutilarle una parte de su emocionalidad? O sea; ¿acaso no había margen de ser independiente y afectivo? ¿Eran uno u otro?

Volviendo a mamá, me pregunté si esa imposibilidad de entregarse habría sido solo con papá -con quien tenía un matrimonio disfuncional-, o si también habría sido así con todos los hombres que pasaron por su vida. No hizo falta pensar mucho para asumir que era improbable que ella hubiera vivido una experiencia amorosa con alguien.

Analizando me di cuenta de que el amor de pareja tampoco había existido en mis abuelos. No había ninguna atmósfera amorosa en su casa sino que se soportaban con frialdad y distancia. ¿Cómo podría mi madre transmitirme lo que ella nunca había vivido? ¿Y cómo podría saber yo de qué se trata el amor, cuando eso es básicamente una experiencia?

En medio de tanta inquietud apareció una pregunta perturbadora: ¿Cómo son mis vínculos con las mujeres? Tuve miedo de pensarlo, como si evitar la verdad fuera menos doloroso. 

Me puse a repasar mis principales relaciones. Mi primer noviazgo con Inés había durado algunos años y para ambos significó nuestro debut afectivo y sexual. Era difícil evaluar si me habría amado, porque ¿puede un adolescente conocer el amor? ¿O el amor verdadero solo es posible en la madurez?

Recordando una infinidad de situaciones asumí que Inés se había entregado al amor. Bien o mal, con los pocos recursos emocionales que teníamos a esa edad. Me di cuenta de que ella tenía una gran capacidad de amar. ¿Y entonces por qué nos separamos? No encajaba en el perfil de mujer que mamá me había grabado a fuego. Toda una ironía que mi madre, al programarme para buscar mujeres independientes como ella, también me hubiera condenado a estar con personas con sus mismas dificultades afectivas.

Después de unos años de relación en los que nos dirigíamos inexorablemente al matrimonio, pateé el tablero. No podía estar en pareja con una mujer que mi madre tácitamente vetaba. Me dio tristeza pensar en todas las manifestaciones amorosas de Inés, que fui incapaz de percibir y mucho menos valorar.

Para mamá acompañar al otro, hacerle un regalo que estuviese cuidadosamente planeando, mimarlo, eran cosas de mujeres que estaban todo el día sin hacer nada y por lo tanto, sin ningún valor. Fiel a esa educación yo pensaba igual. ¿Hace falta aclarar que mi madre nunca pudo cocinar un plato rico, esperarnos con un baño de espuma, o comprarnos algo que significara un mimo? Ni hablar de contenernos, cuando vivía desbordada por su propia vida.

Después de unos años de soltería ardiente conocí a quien sería mi primera esposa. A diferencia de Inés, Carolina era bien independiente. Tuvimos un romance fuerte, que en el fondo se debía a que Caro cumplía con todos los requisitos establecidos por mamá.

Me angustié de solo pensar que quizás ella nunca se habría entregado. ¿Pero era lógico semejante planteo cuando estuvimos quince años juntos y tuvimos dos hijos? ¿Será que Carolina nunca me amó? Te amó con lo que pudo, con lo que tenía, intenté tranquilizarme.

Sus dificultades para amar también tenían que ver con su historia de vida. Me acordé todas las veces que la vi llorar, tironeada entre su deseo de ser una mamá presente y tener que ser una gran ejecutiva. Fui testigo de su dolor al llegar tarde del trabajo y no poder pasar más tiempo con nuestro hijo recién nacido. Ella no podía dejar de trabajar tantas horas diarias. Y yo; ¿por qué no hice nada? ¿Por qué no la ayudé a aflojar su exigencia y pasar más tiempo con el bebé, que era lo único que esa pequeña familia necesitaba? Hoy sé que no tenía margen de ayudarla porque mi educación me impedía estar con una esposa que se dedicara a sus hijos.

Me di cuenta de que pese a estar casados tantos años tampoco la pude amar. Mis condicionamientos y escasos recursos emocionales no me lo permitieron. Amar requiere ser capaz de ver al otro y yo solo lo había hecho a través de los lentes de mis mandatos. “Amaba” a esa mujer exitosa, independiente, autónoma. La que había soñado mamá.

Nos habíamos encontrado, enamorado, llevado muy bien, pero todo dentro de un individualismo que no daba lugar al amor. El amor requiere enchastrarse, mezclarse con el otro, transformarlo y ser transformado, aún sin su consentimiento. Poco de eso pasó en nuestro matrimonio; mucha paridad, respeto, coordinación…y aislamiento. Mi terapeuta lo dijo con claridad:

-Usted no se separó porque se enamoró de otra mujer…

-¿Ah no, y por qué me separé?

-Por la inmadurez de ambos…

-¿O sea que con cuarenta años, quince de pareja e hijos adolescentes soy inmaduro?

-Si le sirve de consuelo, como casi todas las personas.

Tardé años en comprender la sabiduría de esas palabras.

Como pude, seguí revisando otras parejas. Sin lugar a dudas Romina se había entregado en cuerpo y alma. Fue de esos amores que nos sirven para descongelar nuestra emocionalidad.

Romina fue encontrar nuevamente el calor que me había dado Inés, aunque mucho más potente por la madurez que teníamos. Y con una enorme diferencia: en vez de descalificarlo como había hecho con mi primera novia, me conmoví. ¿Cómo fue posible que durante décadas eligiera una vida gélida, solo valorando la autosuficiencia del otro y despreciando su calor, su afectividad? ¿Por qué fui tan incapaz de recibir amor?

Parecía lógico que estuviera acostumbrado a vivir sin amor porque no lo viví en casa. Pero me llamaba la atención que lo hubiera despreciado cuando lo tuve, porque no cerraba con el mandato materno, o porque me resultaba extraño.

En un mar de dudas, me pregunté si estaba seguro de que Romi me hubiera amado, o si solo sería el efecto alucinógeno del flechazo.

El enamoramiento suele confundirnos porque lo distorsiona todo. La ciencia ha descubierto que en el cerebro produce el efecto de una droga dura. No vemos a la persona que tenemos enfrente sino a la que necesitamos ver. La que vendrá a completarnos, a sanar nuestras heridas y carencias. La que nos redimirá de nuestros pecados, de nuestra vida problemática. Pero claro, todo romance tiene sus doce de la noche cuando la Cenicienta deja de ser princesa y vuelve a ser quien es. Por eso el verdadero amor exige que seamos capaces de ver al otro tal como es.

Definitivamente Romina me había mirado. Yo no sé si fui capaz de verla tal cual era, o si mi actitud amorosa fue de esas cosas que hacemos los hombres porque nos gusta fingir que somos Superman. Al final fue inevitable que la realidad nos separara porque ¿qué cosa buena puede surgir en una pareja unida por sus fantasías y necesidades?

Repasando otras historias encontré otras que me habían mirado con amor. ¿Habrían sido sinceras o sólo serían las alucinaciones del sexo cuando estamos con alguien con quien tenemos mucha piel?

Tuve un sentimiento de enojo, como si me sintiera estafado. ¿Por qué nadie me amó como corresponde?

¿Y yo?

Esta última pregunta dejó expuesto mi narcisismo. ¿Cómo amar al otro si tengo tanta necesidad de que me amen a mí? Vi que la exigencia de que el mundo girara alrededor mío tenía su origen en las carencias afectivas que sufrí.

Pensé en lo difícil que es amar. Condicionados por nuestras heridas e imposibilitados de ver al otro, nos pasamos buena parte de la vida tironeando, exigiendo a los demás aquello mismo que somos incapaces de ofrecer.

Como no lo experimentamos de chicos, nos cuesta mucho vivirlo de grandes. Igual que mi pobre madre; vivió sin haberlo recibido y sobre todo, sin haberlo dado.

Me di cuenta de que no podía seguir dependiendo de que otros me amaran bien. Lo único que estaba a mi alcance y haría toda la diferencia, era cuánto amor estaba dispuesto a dar yo.

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El amor no demanda ni exige. Solo ofrece y recibe.