-¡Cómo podés ser tan idiota!

El grito de Rodolfo sacudió hasta la última célula de Eugenia. Ella estaba embalando algunas cosas para mudarse a un departamento que acababan de alquilar con su novio. El hecho que hubiera cometido un error no merecía semejante maltrato.

Aunque faltaba menos de una semana para que fueran a convivir, en aquél preciso instante ella supo que no quería vivir con un él.

Los mecanismos de negación funcionaban a pleno, explicándole a Eugenia que solo había sido un exabrupto de su novio. Aún sabiendo que el tema era mucho más grave, la advertencia de su corazón no llegó a torcer el curso de los hechos.

Pese a la íntima convicción de que no quería vivir con él, una semana después Eugenia se mudaba con Rodolfo. ¿Quién podría juzgarla por ser incapaz de enfrentar la situación? No era razonable pegar semejante volantazo cuando estaban por cumplir el sueño que tenían desde hacía dos años.

Aún con sus altos y bajos, la vida de la pareja era muy razonable. El único problema seguía siendo la misma situación expuesta antes de que se mudaran. Rodolfo gritaba y Eugenia, evitadora serial de conflictos, cada día se volvía más sumisa.

El tiempo hacía lo suyo y ponía cada vez más presión. ¿Tener o no tener hijos? Ella no era ninguna jovencita y ésta podría ser la última oportunidad de ser madre. ¿Cuál era el precio a pagar por ese anhelo? Mientras se hundía y salía a flote de semejantes interrogantes, la vida seguía su curso.

Un día, parada frente a un electrodoméstico que quería comprar, imaginó los gritos de Rodolfo cuando viera un aparato que juzgaría inútil. Al no poder decidirse cayó en la cuenta que la situación no daba para más. Recordó aquella luz amarilla ignorada cuando todavía estaba a tiempo de no mudarse. Se sintió estúpida e incapaz de saber quién era ella misma.

Resistió su propia presión por ser madre, juntó coraje y le dijo a él que no podían seguir juntos. Cuatro años de pareja y dos de convivencia llegaban a su fin.

Volvió a preguntarse por qué había ido a vivir con él, si antes de empezar había tenido claras señales de que no resultaría. Aunque hubiera sido muy difícil suspender la vida común cuando ya estaba todo acordado; ¿no habría sido mucho menos doloroso? Esa pregunta solo la hundía más en su propio abismo.

Ninguna separación es fácil y ésta no era la excepción. Eugenia y Rodolfo seguían hablando, y después de un mes acordaron hacer terapia, cada uno por su lado. Luego de un año de conversaciones, analistas, y muchos cafés, decidieron volver a intentarlo.

Después de todo, Rodolfo era una persona excelente y satisfacía muchísimas necesidades suyas: desde lo intelectual a lo sexual; de la seguridad económica a la actitud frente a la vida.

El nuevo ciclo era mejor. Él había corregido mucho sus reacciones y rara vez subía el tono. Eugenia, sin embargo, continuaba con su sensibilidad extrema. Palabras razonables de Rodolfo eran percibidas por ella como gritos. Peor aún; aunque él ya no lo exigiera, ella estaba demasiado pendiente acerca de cómo tomaría él cada pequeña decisión suya.

Así las cosas, fueron necesarios otros dos años de convivencia para que Eugenia finalmente tomara conciencia de que no podía seguir viviendo con él. Hubo de superar los miedos de siempre: a estar sola; a quedarse sola; a no ser madre; a no poder mantenerse. En un arranque de impulsividad y vitalidad, armó un bolsito y sin mucho aviso se fue a vivir a otro país.

Rodolfo se hizo cargo de la situación como pudo, desarmó el hogar, y le envió a Eugenia todas las pertenencias que ella había dejado en su salida intempestiva.

La vida siguió; él formó otra pareja y tuvo dos hijos. Eugenia no pudo volver a armar algo estable. Sin embargo, pudo entender un poco su vida. Vio cómo los gritos de su padre a su madre la habían marcado a fuego. Ella no resistía más gritos que los que había vivido en su infancia. Ni uno solo.

También registró que el desencuentro con Rodolfo había sido inevitable. Él había tenido toda una historia de abusos por lo cual gritar era uno de sus mecanismos de supervivencia para defenderse de un entorno hostil.

Hoy Eugenia tiene cuarenta y siete años. Más de la mitad de su vida quedó atrás, junto con la posibilidad de ser madre, formar una familia, o tener una pareja con la que vivir toda su vida.

Sus ilusiones enterradas generan dolor. Sin embargo, tiene paz. La que surge de comprender que lo que pasó, era lo que necesitaba que sucediera. Ya no se lamenta por haber ido a convivir con Rodolfo cuando de antemano sabía que no resultaría. Tuvo que vivir con él cuatro años antes de juntar las fuerzas suficientes para elegir y sostener su camino. Los nueve años totales en los que estuvo junto a él no fueron un desperdicio. Con sus luces y sombras son una parte constitutiva de su vida.

Sabe que pagó un alto precio por su libertad. Pero; ¿es alto o es lo que verdaderamente vale? ¿Acaso alguien puede encontrar su libertad en una mesa de saldos?

Todas las ilusiones de armar la familia Ingalls quedaron sepultadas el día que decidió irse con su bolsito. Aprendió a amar sus cicatrices, que dieron forma a su espíritu.

A veces la tristeza cala hondo. Lo que fue y no es más. Lo que no pudo ser. Pero queda la paz de saberse honesta y digna. De haber hecho lo mejor que podía con los recursos que tenía en cada tiempo.

En algún sentido hubiera querido que su vida discurriera de otra forma. Pero a su vez, está agradecida porque todo lo que pasó tuvo un sentido. Su pasado no fue un error, ni una pérdida de tiempo, sino su propia vida.

Artículo de Juan Tonelli: La libertad no es gratis.

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