Ver al ex presidente tirado en una cama y conectado por una decena de cables y tubos, le dio escalofríos. Le había costado identificarlo, ya que el octogenario señor distaba mucho del semi dios que había sido.

Veinticinco años atrás había manejado el país durante una década, pareciendo eterno. ¿Y ahora? Respirador artificial, sonda para la orina, pañales, tensiómetro, electrodos y cables por todos lados. Los semi dioses solo existían en la mitología griega. En la tierra la realidad era más modesta. Dios, del que a lo sumo se podía conjeturar que era inmortal. Y los hombres, quienes eran bien mortales y perecederos.

Roberto había ido a ver a su padre enfermo, y en la habitación contigua de terapia intensiva había divisado a aquél hombre de poder, quien en algún momento fuera también su inspiración.

Miles de imágenes pasaban por su mente. La energía y el vigor que tenía cuando era mandatario, contrastaban con su cuerpo devastado por el tiempo. El pelo, la piel, los músculos, todo era una brutal demostración del paso del tiempo. ¿Qué había pasado con aquél político que era un atleta, un ganador, un seductor compulsivo?

Pensó en los cientos de mujeres hermosas, modelos, divas y dirigentes varias que se habían acostado con él con la esperanza de obtener algo de la varita mágica de un presidente, o por el mero erotismo del poder. Ese primitivo anhelo humano de pretender ser dios.

Lo recordó manejando autos ultra deportivos a altas velocidades. Hoy sería incapaz de agarrar fuerte el volante. Rememoró su obsesión por estar impecable, con ropa italiana de primer nivel, digna de un príncipe. Camisas a medida con sus iniciales y puño doble para gemelos; corbatas de una seda finísima; trajes de lana super 130. Todo inmaculado. La ira que podía desencadenar una pequeña salpicadura en su ropa. Ahora, hasta el despreciable camisolín tenía manchas de salsa. Cuanto cambiaba la perspectiva de la vida.

Con una emoción que se le volvió intolerable, Roberto decidió seguir adelante e ir al cuarto de su padre. La idea de proximidad con la muerte, o mejor dicho con la decadencia, lo angustiaba a niveles que no podía soportar.

Se sentó frente a su padre convaleciente, que si bien estaba igual de mal que aquél ex presidente, al menos no ofrecía un contraste tan grande entre la gloria y el ocaso. Recordó un libro en que su autor jugaba con la idea de los epitafios que no quería tener, y el que desearía tener.

En Re Imagina, Tom Peters presentaba un ácido cuestionamiento a los gerentes y directores de grandes empresas multinacionales. Provocando, comenzaba diciendo el epitafio que él nunca desearía tener: «Tom Peters. 1942 – 2002. Pudo haber hecho cosas fantásticas, pero su jefe no se lo permitió.

Cuando Roberto había leído ese libro y esa idea diez años atrás, se había emocionado. El concepto era tan agudo como desestructurador. Sonaba desolador haber podido hacer cosas fantásticas y no haberlas hecho por temor, por pretender ser buen alumno o por no querer pagar los precios de salirse del sistema.

Al final, la vida de uno, era de uno. Si indefectiblemente tendríamos que pagar la cuenta por nuestras decisiones, ¿no era razonable aspirar a que al menos nos gustara la cena?

Todo cambiaba desde la perspectiva de la muerte. ¿Para qué se había esforzado tanto el ex presidente? ¿Para qué tanta seducción, tanta pulcritud, tanto inventarse como un dios, si al final su destino irrevocable era el decaimiento y la destrucción física, del poder, y de todos los órdenes? Como decía el Antiguo Testamento, «vanidad, vanidad, todo es vanidad; ¿para qué se afanan tanto los hombres si al final es correr tras el viento?»

¿O para qué tanto robo, tanta riqueza, si después de todo le esperaba el mismo inevitable final que a todas las personas? ¿De qué le servirían sus mil millones de dólares? ¿Solo para sembrar más discordia y ahondar las peleas entre sus herederos?

Reflexionó acerca de los mensajes más espirituales que sostenían que lo único que podía proteger a los seres humanos de esa declinación era el amor. Como era claro que aún el amor no serviría para evitar las enfermedades, el envejecimiento, ni mucho menos la pérdida de poder; ¿para qué serviría? ¿Para tener un corazón con cierta paz? ¿Para tener buenos recuerdos? ¿Y eso era suficiente?

Recordó otros epitafios de los que proponía aquél escritor: «generó record de ganancias para la empresa durante 11 años»; «obtuvo el más importante ahorro en costos»; «fue el empleado con mejor conducta de la historia.» Todos esos conceptos que tanto podían desvelar a los seres humanos, vistos desde la perspectiva de la muerte, resultaban ridículos.

Tampoco parecían mejores otros epitafios menos asociados a lo profesional y más asociado a lo femenino. «Siempre mantuvo la casa perfecta y en armonía»; «no faltó a ninguna charla de padres del colegio»; «siempre acompaño a su marido y a sus hijos». ¿Eso era todo en la vida? La pregunta era muy corrosiva y le producía un enorme desasosiego.

Tom Peters, para no morir en aquél pantano, había propuesto una buena salida. Él quería que su epitafio solo dijera: «fue un jugador». Y aclaraba que jugador lo refería a animarse a vivir, a correr riesgos, a intentar hacer algo significativo con su propia existencia. A no sentarse en el dintel de la puerta a ver pasar la vida.

Como tantas personas que a los 52 años empezaban a contar los años que les faltaba para jubilarse. Aún omitiendo el terrible hecho que les faltara mucho tiempo; ¿qué esperaban que les ocurriera al cumplir 65 años? Lo único certero que podrían esperar sería haber dilapidado trece años. Menos energía, menos salud, y sobre todo, mucho menos tiempo.

¿Y entonces? Demasiadas preguntas sin respuestas había en el corazón de Roberto. ¿Qué epitafio le gustaría tener a él? Se dio cuenta que no lo sabía. Lo único que tenía claro es lo que no quería.

Definitivamente no quería que la síntesis de su vida fuera algo para mostrar o impresionar a los demás. Debía ser algo que hubiera surgido de su interior profundo. Bien propio. ¿Qué sería?

Tal vez, el sentido de la vida no era otro que el enorme desafío de encontrarle el sentido a la propia existencia.

Artículo de Juan Tonelli: Epitafios.

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