«Crisis es cuando las preguntas no pueden responderse. Son períodos de incertidumbre y pérdidas inevitables.  Un momento crucial, un instante crítico en el que hay mucho en juego y el futuro es incierto. Y que lleva implícita la imposibilidad de volver atrás».

Valentín cerro aquél libro de Kasparov porque después de leer eso ya no había más nada que leer. Sentía su cuerpo como si hubiera comido algo muy indigesto, y supiera que vomitar sería inevitable. Esa contradicción entre no querer pasar por esa experiencia desagradable y a su vez, el anhelo de curarse, que exigía tener que vivir ese dolor.

Pero Valentín no había comido nada. Sólo estaba empachado de la vida. Las circunstancias lo habían llevado por un tobogán de agua, y no había habido manera de ir más despacio, ni cambiar de rumbo, ni mucho menos, detenerse. Sólo seguir cayendo.

Aún así, esa metáfora era incompleta. En su caso, al final del recorrido no había habido ninguna pileta esperándolo para amortiguar el golpe, y peor aún, después ocurrido, el problema no estaba terminado ni cerca de resolverse.

El palazo no había sido otro que su separación. Tener que abandonar su casa, su mujer, sus hijos. Y si bien habían pasado muchas cosas, la razón última había sido bien simple. No podía seguir viviendo en las mismas cuatro paredes que su mujer. Ambos querían, pero la vida había transformado aquella pareja en un infierno de dolor y desencuentro. Así las cosas, y después que la existencia lo zamarreara de un lado para el otro, había salido expulsado de su casa, por decisión propia.

Cruzar aquella frontera solo con un bolsito con ropa había sido liberador. Por más que dejara un hogar y un palacio, lo que había del otro lado de ese umbral era la paz. Un pequeño departamento mucho menos lindo y suntuoso que el suyo, pero un espacio en el que podía estar en silencio. O mejor dicho, solo. Y si la felicidad existía en esta vida, esa soledad era lo que más se le parecía. Bastó que llegara al nuevo domicilio y apoyara el pequeño bolso en el piso, para suspirar largamente, ratificando esa paz.

Después de ir acomodando diariamente la nueva e incierta vida, las cosas se empantanaron. Los chicos estaban a salvo, todo estaba razonablemente protegido, pero había un tema que seguía ahí, intransigente, incólume. Como un patovica que se negaba a moverse un centímetro para atrás. Pasaba el tiempo, los meses, pero el asunto no evolucionaba.

Aunque hacía meses que vivía fuera de su casa, la pregunta no era retórica y le carcomía el alma. -¿Vuelvo a casa o sigo mi camino? Sólo aproximarse al tema le helaba la sangre. Era tan doloroso lo que tenía que afrontar, que se sentía incapaz de mirar el problema a los ojos. ¿Cómo se hacía para seguir adelante? Él no podía volver atrás, pero tampoco quería seguir adelante. En ambos lugares lo esperaba una montaña de dolor, y él no quería sufrir. Sin embargo la vida, al igual que un río que fluía y que no sólo no se podía detener, sino al que tampoco le importaba lo que pensaran o quisieran las personas, siguió acumulando presión en aquél dique humano.

El entremado de sentimientos, historias y experiencias que lo unían a su mujer era muy vasto. Y sin contar lo más importante de todo, los maravillosos hijos que compartían. Así y todo, había dos objetos que lo torturaban, y resultaba paradojal que algo inanimado pudiera exponerlo a tanto dolor. Como si fueran dagas que estaban clavadas y que, pese a estar fijas, cualquier simple movimiento en la vida de Valentín, generara que esos filos lastimaran más tejidos.

El más simbólico era el anillo de casados. Cuando se había ido de su casa, había decidido dejárselo puesto. Era una forma de mostrarle al mundo que él no estaba disponible, que seguía casado. Contrario a otros hombres que buscaban liberarse inmediatamente de aquél delator que les dificultaba salir de cacería, el lo mantenía como un símbolo de la resistencia. Pero el tiempo pasaba, y su espíritu indómito no conseguía doblegar a la vida. La situación estaba como cristalizada en el preciso momento en que se había ido de su casa.

Aquella resistencia intransigente estaba formada por su  idea de familia, el contacto cotidiano con sus hijos, su mujer, su casa, las experiencias compartidas y por compartir. Las ganas de no perder todo eso, de que no se convirtiera sólo en un recuerdo del pasado.

Mientras, el presente seguía transcurriendo impunemente, ajeno a estas consideraciones, y alejando a Valentín de esas posibilidades. Aunque él se negara a mandar a pérdida todo eso, la realidad ya se lo había arrebatado. Conservaba la idea de que podría recuperarlo. Pero ¿era una idea o una fantasía? ¿Sería posible?

Siguió pasando el tiempo sin que Valentín pudiera avanzar en su vida. Ni volvía, ni seguía adelante. En realidad, el hecho que no hubiera vuelto ya era toda una definición. Pero la idea de que el regreso fuera posible, lo mantenía congelado, suspendido en el limbo, en la nada.

En su interior fue creciendo el sentimiento de que tendría que sacarse el anillo. El sólo pensarlo, le ponía la piel de gallina y el reflejo automático que generaba el dolor, era correrse inmediatamente de ese lugar. Pero la realidad implacable lo seguía instalando en su cabeza y su corazón en forma cada vez más frecuente. Llegó un momento en que la pregunta ya no era más si sacarse o no el anillo, sino más bien cómo y cuándo hacerlo. El desafío era bien difícil, porque había puesto tanta empeño y expectativa en esa batalla, que mandarla a pérdida sería una claudicación muy grande.

En la vida había acciones fáciles de ejecutar, pero muy difíciles de decidir. ¿Apretar un gatillo? Aquél día salió a dar una caminata, como tantos otros días. Sumido en sus cavilaciones, fue creciendo el sentimiento de indigestión espiritual. Como si el proceso de vomitar ya se hubiera puesto en marcha. Con la angustia asociada a saber que tendría que pasar por un proceso sumamente doloroso. Sin poder empezar, ni tampoco razonar cómo o cuándo hacerlo, se cruzó con una iglesia.

Decidió ingresar, con la esperanza que Dios estuviera ahí y lo ayudara. Hacía rato que había dejado su religiosidad atrás, y todos los dogmas se habían desvanecido. Lo único que quedaba en forma de interrogante era la existencia de Dios. Su mente le decía que no era razonable que semejante universo se hubiera creado, desarrollado y hasta coordinado, sin una fuerza rectora. Pero ahora, sentado en un banco de aquél templo, esas disquisiciones no tenían sentido, así que volvió a sus obsesiones.

Después de estar un rato sereno y sin poder contestar ni una sola de todas las preguntas que se agolpaban en su corazón, comenzó a recordar el momento en que se había casado. Había sido el día más feliz de su vida. La ceremonia, el encuentro con tantas personas tan queridas, la fiesta. ¿Dónde había quedado todo eso? ¿Acababa de dejar de ser el día más feliz de su vida? ¿O sería como un jarrón chino, que pese a su valor, uno nunca sabía donde colocarlos?

Se sacó el anillo para leer lo que estaba grabado en la cara interna. No le fue ajeno que estaba caminando por una cornisa existencial. Ahí donde el bien y el mal se dirimían por penales. Antes que las lágrimas nublaran sus ojos, alcanzó a leer el nombre de su cónyuge y la fecha de la boda. Instantes después ya estaba llorando desconsolado, como un niño. ¿Cómo la vida podía ser tan hija de puta de colocarlo en esa circunstancia? ¿Qué había hecho tan mal para venir a parar este lugar? ¿No podía evitarse este trago tan amargo?

Después de llorar un rato largo, de respirar entrecortado por la angustia y dolor que estaba drenando, sobrevino la paz. No era resignación, sino la aceptación libre de lo que la vida le ponía enfrente. Dejar de rechazar la realidad. Se preguntó si algún día podría llegar a amarla.

Secó su cara, y decidió besar tiernamente al anillo. A aquél beso le siguieron muchos otros. Sintió la necesidad de honrar lo vivido. A su compañera. A eso que la vida le había regalado y después arrancado. Se quedó un buen rato honrando todo lo lindo que había vivido. Percibió con nitidez que sólo amando toda esa historia, su historia, podría seguir su camino. No sería posible si no la abrazaba, cobijaba, comprendía y amaba. Y pasarían años hasta que pudiera mirar con benevolencia todo ese proceso, y pese al dolor, dar gracias por lo vivido. 

Se sintió liviano, como sin cuerpo. Registró el desesperado intento de los seres humanos de establecerse en forma definitiva, en los lugares existenciales en que se sentían cómodos, a gusto, felices. Y en la imposibilidad absoluta de que eso pasese. La vida exigía periódicas demoliciones que obligaban a ponerse en marcha nuevamente, y seguir el camino. Y solo abrazando y amando esos escombros, el pasado que ya no era, los seres humanos podían continuar su camino, abiertos al misterio de la vida.

Después de darle un último beso, guardó el anillo en su bolsillo, y se retiró de aquella iglesia en paz.

Artículo de Juan Tonelli: Hay que seguir caminando.

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