Sentir miedo era de putos. De débiles. De fracasados.

¿De dónde había salido semejante divague? A partir de esa falsa premisa, la vida de Alejandro era aún más difícil.  Se suponía que él debía ser valiente, audaz, heroico, entrar en los libros de historia.

¿Y qué lugar había para cualquier emoción que fuera en sentido contrario a ese objetivo? Ninguno. Como toda amenaza, debía ser aplastada, erradicada.

Dado que en el caso de las emociones no era posible -y mucho menos con una tan primaria y persistente como el miedo-, el mecanismo adaptativo fue la alexitimia. Esa patología caracterizada por la incapacidad de identificar las propias emociones y la consecuente imposibilidad de verbalizarlas. Nadie puede expresar en palabras lo que ni siquiera registra.

Sin embargo, el hecho de no registrar esas emociones, no implicaba que no las sintiera. Su cuerpo era atravesado por ellas. El miedo, esa emoción dominante de todo ser vivo para mejorar su supervivencia, era imposible de ser ignorado. Podría ser omitido, pero nunca dejaría de existir. Como una alarma contra incendios que empezara a sonar. Uno podría acostumbrarse al ruido y seguir haciendo cosas o hasta dormirse como si no sonara, pero eso no apagaría el fuego.

El mecanismo adaptativo de Alejandro había consistido en desconectar la alarma para que no lo molestara. Sin embargo el fuego seguía ahí, y al igual que todo lo no atendido, tendía a agravarse.

Por un lado, el miedo se agigantaba ya que el ignorarlo generaba mayores riesgos que también eran claramente percibidos. Por otra parte, desconectar una emoción implicaba terminar desconectando todas. Alejandro las sentía -¿cómo evitarlo?-, pero no accedía a un registro consciente de ellas. Y con los años, esta situación tendría profundas implicancias.

Ese miedo al miedo, era una bola de nieve que lo llevaba a conductas impulsivas. Lo negaba porque le resultaba intolerable. Pero como no dejaba de percibirlo, en vez de modularlo y utilizarlo para evaluar si seguir o detenerse, terminaba acumulando enormes cantidades de pánico.  Luego, un acto impulsivo irrumpía para liberarlo de la tierra de los cobardes. Y si bien después del impulso transgresor recuperaba su autoestima, la medicina duraba poco y el circuito volvía a repetirse.

Así y todo, lo más difícil era que esa desconexión con sus emociones negativas le había impedido un diálogo interno con ellas. Como ni el miedo, ni la angustia, ni la tristeza o el dolor podían existir, lo que había terminado pasando es que Alejandro había perdido toda posibilidad de diálogo interior. No existía la primera de todas las intimidades, que es la intimidad con uno mismo.

¿Cómo podía tener una intimidad consigo mismo si era inaceptable tener miedo, angustia, tristeza? Esas emociones de debiluchos, fracasados, inútiles, no podían formar parte de su ser. Pero como de hecho las sentía, no tenía más remedio que rechazarlas, aún al altísimo precio de rechazarse a sí mismo.

¿Y cómo podría crecer y evolucionar rechazándose a sí mismo? ¿Tendría algún margen de actuar sobre esas emociones, si las negaba? ¿Cómo podría llevarse bien consigo mismo, si por más negación que hiciera, en algún lugar recóndito de su ser, advertía que sentía miedo y angustia? Era un cobarde y lo sabía. Para peor, tenía que seguir actuando como si fuera valiente, no fuera cosa que los demás se dieran cuenta que era asustadizo.

Pero tuvo suerte. Le ocurrieron algunos de los dramas comunes a los seres humanos, que no por frecuentes son menos dolorosos. Y cuando las cantidades de dolor lograron una masa crítica, fue imposible taparlas. Todos los mecanismos de negación para no sufrir quedaron desbordados. Al bajar la marea emocional, pudo, por primera vez en su vida, empezar a restablecer conexiones neurológicas y emocionales que habían estado congeladas por décadas. Tener conciencia que sentía miedo o tristeza o angustia. Enterarse que no había nada malo ni vergonzoso en ellas.

En pocos años, era un hombre nuevo. Podía sentir miedo, angustia, dolor, sin por ello pensar que por eso era despreciable. Mucho menos exigirse no tener aquellas emociones o confundirse creyendo que la coyuntural angustia o miedo, serían permanentes. Ya había aprendido que pasaban. Todo pasaba.

Y desde ese lugar, pudo aceptar lo que sentía y aceptarse a sí mismo. Este hecho le permitiría tenerse paciencia, mirarse con benevolencia y compasión. Poder mostrarse a sí mismo tal como era. Algo que parecía obvio, aunque era bien complejo. Había pasado muchos años tratando de inventarse como un personaje que no era. Había mutilado y sepultado toda emoción que pusiera en riesgo aquél plan. Ahora, en cambio, podía darse el lugar que necesitaba.

Podía permitirse una intimidad, sabiendo que no sería juzgado ni condenado por sí mismo. Podía expresarse y verse tal cual era. Como esas pocas personas con las que uno puede mostrarse tal cual es, sabiendo que seremos escuchados, sin condenas ni intentos de cambios.

Con ese espacio interior, Alejandro se convirtió a sí mismo en su mejor amigo.

Artículo de Juan Tonelli: Intimidad con uno mismo.

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