Al final, todos los problemas de los seres humanos se podían circunscribir a uno solo: la necesidad de ser amados.

Este hecho solía tomar distintas manifestaciones más modestas como pretender ser querido, reconocido, mirado, deseado, admirado, tenido en cuenta, valorado. Aunque difícilmente estuvieran dispuesto a reconocerlo, las personas gastaban casi toda la energía de su vida girando en torno a estas necesidades.

¿Dónde se generaba esta falla estructural? ¿En el pecado original del que hablaba la religión? ¿En el amor siempre imperfecto de los padres, que algunas veces era demasiado imperfecto?

En esas cavilaciones se encontraba Gustavo. Una vez más, había puesto lo mejor de sí en un vínculo profesional, sin ser correspondido.

Como suele ocurrir en la vida, el que da esperando recibir, termina decepcionado.

Él era un dador compulsivo, una suerte de sembrador que aunque dijera lo contrario, estaba convencido que luego cosecharía. Y muchas veces no había nada. Las personas tomaban lo que él daba y no le decían ni gracias. Se empezó a preguntar cuánta responsabilidad suya había en estas situaciones.

Haciendo un esfuerzo por evitar la tentación de victimizarse, intentó desmenuzar esta última decepción. Lo primero que tuvo que asumir, fue que nadie lo había obligado a hacer todo lo que había hecho. Gustavo había puesto lo mejor de sí por diversas razones. Lo hacía sentirse valioso, reconocido, conocedor de un tema importante y complejo. A su vez, confiaba en tener una significativa retribución económica. Pero nada de eso había ocurrido.

Había obviado trazar ciertos límites y señalar las cosas que no le gustaban, para evitar conflictos. Del otro lado, como un packman, agarraban todo lo que él brindaba y seguían como si nada, todos contentos. En realidad, todos no estaban contentos, porque en Gustavo se iba incubando una insatisfacción creciente.

Al igual que la gota que rebalsa el vaso, un día decidió cortar ese vínculo en forma intempestiva. ¿Podría la otra parte comprender una reacción tan dura y en cierta medida, desproporcionada? ¿Era justa?

Gustavo registraba su enorme subjetividad, pero aun así sentía que era una decisión correcta. Tal vez fuera a destiempo, y probablemente podría haber evitado llegar a ese punto si hubiera hablado.

Y en caso de no ser escuchado, debiera haber gritado. Pero había optado por evitar conflictos, ignorando que la experiencia histórica muestra que lo único que hace esa estrategia es potenciarlos.

Recordó aquél antiguo cuento en que una persona necesitaba una soga de su vecino. Antes de pedírsela imaginaba distintos diálogos, en donde especulaba con la posible negativa a su pedido. Como consecuencia de ir escalando aquella discusión imaginaria, llegaba un momento explosivo en donde lleno de ira, iba a tocar el timbre en la casa de su atónito vecino. Sin que mediara explicación alguna, le descerrajaba un «metete la soga en el culo», a alguien que nunca le habían preguntado nada, y mucho menos hubiera negado algo.

Indagándose a sí mismo más a fondo, Gustavo volvió a registrar la gran carga subjetiva que tenía su análisis. La otra persona no había estado bien, aunque tampoco había estado tan mal. Registró que el lente que distorsionaba todo era su propia afectividad. Si bien le interesaba el dinero que no estaba apareciendo, el tema que más le molestaba era no sentirse valorado.

Como eso era difícil de aceptar, Gustavo prefería poner todo el problema del lado de la otra persona, diciendo que él había sido usado. ¿Pero era una verdad completa?  Y de serlo; ¿por qué se había prestado a ello? ¿Habría algún otro interés, no tan altruista y oculto?

Contrariado por las propias preguntas con las que lo interpelaba su alma, registró que todos los problemas se circunscribían a su necesidad de ser amado. ¿Era justo entonces, descargar toda su furia en el pobre infeliz que no lo había tratado tan bien en estos últimos tiempos? ¿O era que este señor estaba siendo castigado por casos anteriores de los cuales no era responsable?

Peor aún; ¿sería que aquella falla congénita -fuera el pecado original o el amor siempre imperfecto de los padres- condicionaba toda la existencia, llevando a los seres humanos a estructurar sus vidas en pos de acciones o caminos que intentaban ser reparadores, pero que lo único que hacían era agravar la soledad y el desamor? ¿Habría alguna forma de curarse?

Volviendo al caso concreto en el que se encontraba, Gustavo trató de ordenar sus ideas y sentimientos. La otra persona no había actuado bien. Pero su reacción era desproporcionada y en cierto sentido injusta. Él había sido generoso por altruismo, pero también por su propio interés. En diversas ocasiones había callado para evitar conflictos.  Y tenía importantes expectativas no explicitadas ni asumidas, que difícilmente las pudiera satisfacer la otra persona.

¿Qué hacer?

Gustavo sentía una fuerte tentación de mandarlo a la mierda. Un poco de razón tenía, y todo lo callado necesitaba salir y drenar por algún lado. Sin embargo, supo que ese accionar no sería inteligente ni justo.

Por un lado, porque estaría descargando en aquel coyuntural personaje, dolores pasados por los cuales no tenía ninguna responsabilidad. Por otra parte, romper la relación era el camino más cómodo. Si la alternativa fácil, era evitar el conflicto -con las consecuencias catastróficas que suele generar-, la segunda opción más simple siempre era victimizarse para luego descargar la ira contenida en un intento de recuperar la soberanía y dignidad.

Gustavo percibía que la vida solía transcurrir por matices menos extremos. Y que el desafío no era callar o romper, sino hablar, plantear, insistir. Hacer grandes esfuerzos por transitar el camino del medio, poniendo un esfuerzo especial en tratar de registrar las propias carencias afectivas, y precisar aquellas situaciones concretas en las que el prójimo podía estar fallando.

Sintió cansancio por la tarea que lo esperaba. Romper todo después de haberse sentido ofendido era mucho más simple. Pero no lo hacía crecer. Como aquellas personas que cambiaban regularmente de pareja, en la búsqueda del compañero correcto. Los inicios solían ser rutilantes, y luego de un tiempo no muy largo, todo era frustración y decepción. ¿Toda la responsabilidad era del otro?

Se rió de sí mismo y se calzó el mameluco,  dispuesto a enfrentar  la ardua tarea que tenía por delante. Al igual que un mecánico, se ensuciaría y se lastimaría, pero tendría chances de poder arreglar muchos problemas. Y sobre todo, podría crecer. Algo negado a los que viven victimizándose, convencidos de que el infierno son los otros.

Artículo de Juan Tonelli: El infierno no son los otros.

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