Andy estaba leyendo un libro sobre una escuela que tenía una pedagogía revolucionaria. Priorizaba el bienestar emocional de los niños por sobre los conocimientos académicos. Su director sostenía que los chicos tenían un dios adentro, que la educación y la cultura se encargaban de destruir.

Como la frase «tuve una educación buenísima, tardé años en superarla.»

En esa escuela los chicos podían elegir las asignaturas que desearan. Fueran estas carpintería, dibujo, batería o física. O gramática, aunque resultara casi imposible que alguien optara por ella.

Con los años, aquél instituto se fue convirtiendo involuntariamente en un imán para chicos problemáticos. Padres cansados de lidiar con niños difíciles y sistemas educativos incapaces de contenerlos, terminaban empujando a muchos alumnos a Summerhill, en donde eran recibidos y tratados con amor y libertad.

Un día llegó Ralph, un alumno con peligrosos antecedentes de conducta. Agresivo, rebelde, violento, eran solo algunos de los principales. El director lo recibió como uno más, sin darle mayor trascendencia a su historia de vida, ni mostrando la menor preocupación por los problemas futuros que seguramente tendría.

Al mes de haber llegado, una personalidad importante de aquél país, llamó  telefónicamente al director contando que era el tío de Ralph. Él deseaba invitar a su sobrino a pasar unos días en Birmingham, por lo que solicitaba el permiso para ausentarse unos días de la escuela. Coherente con su pensar, el director accedió inmediatamente, no sin antes pedirle a su interlocutor que la madre del chico lo llamara para autorizarlo.

Pocos días después, llamó la madre de Ralph, ratificando la autorización y preguntándole al director si le podía facilitar diez libras para que el joven pagara el pasaje en tren, las cuales obviamente, serían devueltas tan pronto regresara.

Esa misma tarde el director fue a ver al alumno y le entregó el dinero, comentándole además, que a la mañana siguiente había un tren que iba para Birminghm.

Tan pronto dejó la habitación del joven, el director se dio cuenta de lo que estaba pasando. Era todo un invento del alumno para escaparse. Las llamadas no eran otra cosa que cómplices del chico, y no de su tío ni mucho menos su madre. Pensó en volver a la habitación y cortar el tema de raíz. Sin embargo, intuyendo que no sería una buena solución, optó por darse un tiempo para pensar.

Lo compartió con su mujer, quien le recomendó impedir que el chico se fuera, ya que la escuela era responsable por el niño. Que en todo caso, se pusiera en contacto con los padres, aunque descontando que al ser todo una fábula, nunca lo autorizarían a algo que era una simple fuga.

El director se mantenía en la convicción de no desarticular la maniobra del chico, ya que a su entender sólo profundizaría la herida existencial de aquél adolescente.

Seguramente hacía mucho tiempo que nadie confiaba en ese joven, y desenmascararlo solo agravaría su rebeldía y desconfianza estructural.

En una decisión sumamente audaz, decidió hacer lo opuesto. Tomó otro billete de diez libras, fue al cuarto del alumno y después de golpear la puerta, cuando éste le abrió, le dijo: «acaba de llamarme tu madre para pedirme que te dé un poco más de dinero, así podés comer algo durante el viaje.» Y ante la atónita mirada del chico que no entendía nada, le dio el dinero y se retiró sin darle margen para la menor interacción.

A la mañana siguiente el joven se fue de la escuela, aunque dejándole una carta que decía: «Sr. Neil, usted es mejor actor que yo». En ella confirmaba su sorpresa por la actitud del director, quien nunca había podido recibir la llamada de su madre. Y le agradecía su tácito apoyo, sin entrar en mayores explicaciones, ni mucho menos, justificaciones de su fuga.

Semanas después, Ralph regresó. En la escuela lo recibieron como si nada hubiera pasado. Ni el director ni nadie pidió explicaciones, y el joven eligió los talleres y asignaturas que le interesaban, reincorporándose como si hubiera asistido todos los días a clase.

Un día, durante una conversación casual en la que el director sintió que había margen para hacerlo, le preguntó a Ralph por qué había regresado. Después de reflexionar unos instantes, el joven le dijo: «aquél día recibí la sacudida más importante de mi vida», a lo cual la repregunta del educador fue, en qué había consistido aquella sacudida.

La respuesta de Ralph, generó igual sismo emocional en el director: «-porque por primera vez en toda mi vida, sentí que alguien estaba de mi lado.»

Andy paró de leer el libro. Su corazón y su mente no podían darse el lujo de distraerse con más información. Había que aprender semejante lección.

A su vez, una nueva y más corrosiva perspectiva cruzaba el alma de Andy; ¿cómo era uno con uno mismo? ¿Estaba uno de su propio lado, o era el más riguroso e implacable tutor? Después de todo, el primero de todos los vínculos humanos era el vínculo con uno mismo y, contrario a lo que muchos creían, esa relación no escapaba a las leyes generales de las demás relaciones. Si el vínculo era de exigencia, de desprecio, de rigor, difícilmente esa persona pudiera tener relaciones distintas con las demás personas.

Y donde estaba claro que estar del propio lado de uno, no era ser cómplice de los errores y equivocaciones, sino reconocerlos  sin dejar de tener una mirada compasiva e indulgente de la propia existencia. De lo contrario, siempre sería muy difícil vivir, ya que por definición la vida era demasiado compleja para sumarle a la dura realidad, la violencia, el desprecio y el destrato hacia uno mismo.

Andy tomó una decisión trascendente en su vida: cambiarse de bando y aprender a estar él mismo de su propio lado.

(NdA Basado en una historia real contada en el libro Summerhill)

Artículo de Juan Tonelli: ¿De qué lado estás?

[poll id=»40″]