-La verdad que ya no sé cómo manejarme con mi esposa.

-¿Por qué?

-Cualquier diferencia que pueda señalar con lo que ella plantea desencadena una pelea. La más mínima crítica u observación genera un terremoto porque calculo que ella se siente rechazada.

-José Kentenich decía:

«cuando no sepas qué hacer con tu niño, abrazalo…»

-Pero ella no es un niño; y somos grandes.

-Todos tenemos un niño herido adentro nuestro, que es quien reacciona así.

-¿De vuelta con la infancia?, -suspiró el discípulo algo fastidiado.

-Ahí se producen las principales heridas emocionales y la matriz afectiva que marcará nuestra vida…

-La verdad que la situación me cansa. Estoy intoxicado de comprender.

-¿Y entonces?, -provocó el Maestro.

-Nada, la verdad que no tengo claro el tema.

-Ella necesita sentirse recibida y validada en sus propios sentimientos.

-Y yo necesito poder dialogar. Sentir que puede escuchar y que hay lugar para intercambiar distintos puntos de vista, y ambos tratar de buscar una verdad común, aún cuando podamos no llegar a ella. Me resulta muy difícil empatizar con otra persona cuando solo hay lugar para lo que él piensa o siente.

-Pero de eso se trata la empatía; de ponerse en los zapatos del otro. No de explicarle que sus zapatos están mal, aunque lo estén, -disparó el Maestro.

-Creo que eso es válido en ciertos casos. Pero en una pareja, si siempre hay que estar dando lugar al otro, solo para evitar que se sienta herido, resulta imposible encontrarse. Y por definición, pareja es de a dos, no de a uno.

-El tema es que nuestra disociación siempre empieza en la infancia. Como por lo general no hay lugar para que digamos lo que sentimos, lo callamos. Con el tiempo, ni siquiera sabemos qué es lo que sentimos. Y solemos aturdirnos de actividades para no mirarnos. Detenernos podría llevarnos a conectar y registrar sentimientos negativos, que es lo último que queremos.

-Estoy harto de comprender.

-Podés separarte, -dijo el Maestro redoblando la apuesta.

-A veces lo pienso. Anhelo tener paz.

-Ese es una deseo genuino y lógico. Si anhelaras una vida sin conflictos te aconsejaría que no perdieras el tiempo.

-Es que no pretendo una vida sin conflictos; sería infantil. El tema es poder dialogar, escuchar al otro sin procurar cambiarlo, pero que también respete nuestro punto de vista aunque sea divergente.

-¿Y vos sos respetuoso del punto de vista del otro?

-Lo respeto íntegramente. Lo que no acepto es que me quieran imponer el suyo a mí, y menos a los martillazos.

-¿Por qué pensás que te lo quiere imponer?

-La verdad que no lo sé. Y tampoco me sirve de mucho entender que como en su infancia no hubo espacio para ella, ahora hay que tratarla como a un niño para evitar crisis.

-En el fondo, es igual a vos.

-No entiendo.

-Quiere ser aceptada. Poder ser tal cual es.

-Bajo ese análisis todos los seres humanos somos iguales.

-Y sí… Ahora; ¿vos pensás que ella o cualquier persona sanará a los martillazos, o por ternura?

-Creo que a veces es necesario que confrontemos con la verdad.

-Dicho en forma menos elegante, vos estás habilitado a usar el martillo pero ella no.

-…

-¿Qué alternativa tenés?

-No sé, contame vos que sos el Maestro.

-¿Cómo sería tu vida si te dijera que vas a poder ser como sos? ¿Que serás aceptado incondicionalmente?

El discípulo se derritió. Algún secreto lugar de su corazón anhelaba eso en forma desesperada.

-Creo que tendría otra vida… Sería maravilloso poder andar liviano, sin exigencias. Pero la aceptación incondicional no existe. Al menos entre los seres humanos; tal vez exista para Dios.

-Es verdad; sin embargo, nada te impide que te sientas aceptado incondicionalmente por la vida.

-¿Por la vida? Si me dijeras «por Dios» y fuera creyente, te lo acepto. Pero en forma abstracta no dice nada.

-Lo reformulo; ¿Te aceptás incondicionalmente a vos mismo?

El discípulo acusó el golpe.

-No, -dijo en voz baja. Pero trato de ir en esa dirección.

-Hace poco leí que el Dalai Lama visitaba un pueblo en donde habían encontrado un niño abandonado por su madre. El bebé fue salvado por unos perros, quienes lo protegieron y alimentaron. Increíblemente el chico sobrevivió, pero transformándose en uno de ellos. A sus seis años caminaba en cuatro patas, comía con la boca sin utilizar las manos que creía que eran patas… Una persona lo rescató e iniciaron un complejo proceso de rehabilitación. Cuando se lo presentaron al Dalai Lama, el niño estaba algo asustado. El sabio empezó a acariciarle la cabeza y el cuello como si fuera un perro. Obviamente el chico se puso contento, pero a los profesionales de la salud les parecía que la actitud del Maestro no ayudaba con la rehabilitación…

-Qué historia increíble!

-¿Vos qué pensas?

-Que hizo lo correcto. Un genio.

-¿Por qué?

-¿Qué iba a hacer? ¿Tratarlo como a un hombre que todavía no es? Mucho mejor darle afecto.

-¿Por que no vas y hacés lo mismo con tu esposa?, dijo el Maestro dando un golpe de knock out.

Artículo de Juan Tonelli: El amor sana.

[poll id=»126″]