Cuando Miguel se enteró de lo que había pasado, un frío le corrió por la espalda. Pese a que la evaluación de su jefe era muy buena, se sintió traicionado. No importaba que le dijeran que sus resultados habían sido excelentes. Eso ya lo sabía. El tema era que aquél peritaje había ocurrido a sus espaldas y tanto su superior como sus subordinados no le habían dicho una palabra de que lo estaban evaluando.

Las emociones de Miguel eran tan intensas que tardaría casi veinte años en comprender qué le había sucedido. Aunque pareciera mucho, esos solían ser los tiempos del corazón humano.

En aquél momento había sentido un profundo malestar que no había podido poner en palabras. Traición era el concepto más parecido a su sentimiento. ¿Pero de quién? ¿Acaso no era razonable evaluar el desempeño de un vendedor? ¿No era lógico que el jefe se hiciera de toda la información para hacer un análisis lo más riguroso posible? ¿Cuál era el problema entonces? ¿Que sus subordinados hubiera suministrado toda la data sin contarle nada?

En parte sí. Eso le había dolido mucho aunque pudiera entender porqué lo habían hecho. Como siempre en la vida del hombre, lo habían hecho por miedo. Si las mayores atrocidades de la historia habían sido cometidas por miedo, obediencia debida; ¿qué esperaba?  Pero ¿eso era todo?

El tema central se manifestaría con claridad dieciocho años después.

Aquél suceso había representado uno de los múltiples despertares a la vida. Miguel se sentía un tipo incondicional, un fuera de serie. El primer problema que empezaba a emerger era que su impresionante incondicionalidad, exigía reciprocidad. La piedra angular de la construcción de sus vínculos era afectiva

Inconscientemente, él sentía que si daba todo, recibiría todo. O de mínima, mucho. Para eso, se mostraba fuerte, perfecto, generoso, sobrehumano. Y por supuesto, magnánimo y desinteresado. El único problema era que aunque no se diera cuenta, en el fondo esperaba muchísimo de los demás.

La evaluación vino a enseñarle brutalmente que los demás no eran incondicionales. Sin entrar a juzgar que se trataba de un empleo y que era genuino evaluar su desempeño, Miguel se enteró que el afecto no lo podía todo.

La telaraña afectiva que él construía con tanto esfuerzo, había sido barrida de un soplido. El afecto no servía. No garatizaba cosas, no garatizaba nada.

¿Pero era genuino usar el afecto para asegurarse una buena vida? ¿No era una forma de manipulación? ¿Qué lugar había para la sinceridad o para el verdadero encuentro, si él ponía afecto en muchas personas a las que no quería ni valoraba? ¿Qué era eso entonces?

Un clinch. Ese abrazo de los boxeadores a sus rivales para que éstos no tuvieran la distancia suficiente para poder pegar. Un golpe fuerte exigía poder extender el brazo por lo que, si alguien se paraba demasiado cerca, sería imposible hacerlo. La misma táctica era utilizada con el afecto. Acercarse tanto como para evitar que lo pudieran lastimar. Al menos, no sin que sintieran culpa. Pero ¿era sincero ese afecto?

Por otra parte, exigir incondicionalidad en el prójimo era una objetivo imposible y frustrante. Los seres humanos, todos sin excepción, defraudaban. Fallaban. Traicionaban. Decepcionaban

¿No había sido el mismísimo San Pedro el que había negado tres veces a su amado Maestro? Y si él lo había hecho ante tres modestos adolescentes que lo habían apretado un poco la noche de la Pasión; ¿qué le quedaría entonces a los demás mortales que no eran santos como el primer Papa?

Casi dos décadas para comprender que él daba mucho porque necesitaba aún más. Una especie de vacuna contra sus carencias. «-Si yo doy mucho, voy a recibir mucho», era su razonamiento inconsciente. Sin embargo, esa apuesta siempre terminaba mal porque los seres humanos solían tomar lo que se les regalaba y sin siquiera agradecer, exigían aún más. Y ni pensar en retribuir algo. Ese pantano de subjetividades de dar para recibir, solía generar mucha decepción.

Con otra mirada e infinitas cicatrices encima, se dio cuenta que el desafío era dar lo que pudiera dar con alegría, sin esperar recibir. Por supuesto que podría elegir en quién depositar su entrega en vez de seguir brindándola a cualquiera de manera formalmente desinteresada.

Pero el desafío sería aprender a dar no porque necesitaba, sino porque había recibido mucho. Y cuanto menos consciente estuviera del bien que hacía, mejor. Porque a mayor registro de inventario y consciencia de lo que había dado, más sufrimiento y decepción lo esperarían.

Lo que le había pasado dieciocho años atrás había sido doloroso. Al igual que todo despertar ya que las personas solían preferir permanecer dormidas. Sin embargo, gracias a aquél golpe aprendería que el afecto no podía ser una moneda de pago ni mucho menos de inversión. Que pretender invertir para cubrir carencias siempre terminaría mal. Que si quería dar, tendría que dar lo que pudiera dar con alegría, sin segundas intenciones. Dar porque había recibido y no porque esperara recibir.

Toda una fórmula acerca de cómo transitar la vida.

Artículo de Juan Tonelli: Dar lo que ni tengo, para que me den lo que me falta.

[poll id=»28″]