-¿Cuánto tiempo estuvieron juntos?, le preguntaron a la segunda mujer de Marcelo Mastroianni, el célebre actor italiano.
-Siete años. Y seis estuvieron de más.
Su respuesta me pareció una genialidad. ¿Alguien no sabe de lo que está hablando esta mujer? ¿Acaso no estuviste demasiados años en un matrimonio o en una pareja disfuncional? ¿O pasaste más años tratando de separarte de los que estuviste enamorado? ¿O en un trabajo que no te interesaba nada? ¿O en vínculos que te hacían mal?
Y la pregunta clave: ¿por qué tardamos tanto tiempo en tomar una decisión necesaria?
Los interrogantes parecen no tener fin. Solemos desvalorizarnos, acusarnos de que somos unos idiotas, de que no tenemos escapatoria, de que merecemos la vida que tenemos.
Teresa tenía veinte y tres años y estaba recién graduada en filosofía. Tenía un trabajo auspicioso y un novio con el que se había comprometido.
Pero empezó a sentirse incómoda y finalmente decidió dejarlo todo para convertirse en una monja de clausura. De esas hermanas religiosas que solo pueden ver a personas ajenas al convento durante dos horas al semestre. ¡Solo dos horas cada seis meses! Dedican su vida a orar, a meditar, a contemplar. Ese es su aporte para que el mundo mejore.
Ella me cuenta que cuando tomó esa decisión tan radical fue porque sentía una necesidad profunda de lograr un amor trascendente. No le importó la oposición de su familia, ni la de sus mejores amigas, ni tampoco la de su pobre novio de entonces, a quien obviamente dejó.
Ingresó al convento y a lo largo de los años fue progresando. Como una ironía del destino, cuando llegó a ser la directora de esa orden religiosa, empezó a sentir que eso no era lo suyo. Que debía abandonar los hábitos y volver a tener una vida normal. Su corazón se fue poblando de preguntas.
Finalmente dejó el convento.
Cuando conversé con ella tenía cincuenta y seis años, estaba en pareja con un señor divorciado, y trabajaba en un local que vendía ropa de moda a dos cuadras del convento en el que había pasado tantos años de su vida.
Hablamos de muchos temas y en un momento le pregunté a qué edad había empezado a sentir que debía dejar de ser monja.
A los cuarenta años, me respondió.
La miré sorprendido, porque un rato antes me había contado que al dejar los hábitos tenía cincuenta y tres.
-¿Pasaste trece años tratando de irte?
-Sí, me contestó con serenidad.
-¿No sentís que desperdiciaste trece años, quizás los mejores de tu vida?
Hizo una pausa, y con un tono misericordioso me dijo:
-No… No los perdí… Fue el tiempo que necesité para elaborar el tema, procesar mis miedos, decantar tantos pensamientos y emociones, poder tomar una decisión consistente, segura de que traería paz a mi vida.
Su respuesta me conmovió. El problema no eran los trece años que ella “despedició”, sino mi habitual ansiedad por apurar los procesos.
Nuestros tiempos suelen ser largos. Las decisiones complejas toman años. Por lo general hay mucho en juego, en situaciones que no solo afectan nuestra vida sino también la de otras personas. Quizás, las que más amamos. Y no es fácil. Es inevitable sentirnos contradictorios, duales, pasar de un extremo al otro en cuestión de días, a veces hasta de horas.
En vez de ahogarnos en nuestra propia presión y ansiedad podemos aprender a tolerar el conflicto, a ponernos cómodos dentro de esa situación incómoda. A darnos tiempo, a decantar cuál es el mejor camino a tomar.
Es cuestión de aprender a convivir con esas tensiones, a no desanimarnos ni desvalorizarnos porque no podemos «resolver» con rapidez. Mucho menos, a creer que estamos desperdiciando la vida o que somos unos estúpidos.
No lo somos. Solo estamos comprendiendo y aceptando nuestros propios tiempos internos.
¿Y vos? ¿Sabés convivir con tus conflictos, darles el tiempo que necesitan para madurar?
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