La vida está llena de paradojas. Muchas veces se puede hablar mejor con un desconocido que con nuestra pareja. Seguramente porque no estamos tan implicados y hay menos en juego. Vivimos en esa tensión de cuidar lo que queremos sin por eso coartar la libertad. Como podría haber amor si no hay libertad? Encontrar el punto justo entre cuidado y libertad es uno de los secretos y misterios de una buena pareja.

 

«-Me voy a casar dentro de dos meses», dijo Karina mientras tomaba una cerveza de la heladera. La frase no hubiera tenido nada de revelador, a no ser porque el destinatario de la confesión era un hombre al que se había levantado un par de horas antes, y con quien se encontraba a punto de coger en la habitación de un hotel.

Francisco, un empresario de 50 años y con una familia bien constituida, sintió que estaba a las puertas de una conversación maravillosa. Veinte o treinta años atrás, lo único que le habría importado era acostarse con ella tan pronto cruzaran la puerta de la habitación. Pero el par de décadas no había pasado en vano, y hoy valoraba mucho el encuentro humano, como parte de algo más grande y rico que la mera sexualidad.

Mientras abría un vino para acompañarla, se dispuso a escuchar a Karina quien empezaba a contarle su vida. Francisco estaba algo sorprendido por la situación. Él era un tipo bastante mujeriego y hacía rato que había dejado atrás la idea de fidelidad. Para él, el tema pasaba por otro lado. Por eso no tenía ningún conflicto con la situación.

Por un lado estaba su mujer, sus hijos, su familia, y por el otro, temas que hacían a su vida privada y que no solo no amenazaban su matrimonio, sino que a su juicio, lo enriquecían. Él sentía que esos espacios le permitían conocerse más a sí mismo, conocer la vida, no pretender aferrarse ni encerrarse en seguridades.

No ingoraba que corría algunos riesgos, pero siempre apostaba a que llegado el caso, su esposa comprendería que no se trataba de algo que lo comprometía afectivamente, sino que hacía a su persona, su libertad y hasta a su crecimiento.

La situación de Karina le despertaba suma curiosidad. No como para olvidarse que estaban en ese cuarto para matarse, pero si como para querer conocer en profundidad sus motivaciones y posponer un rato el sexo. Trató de manejar la situación con extrema delicadeza para conocer qué pasaba en el corazón  y la mente de esa mujer con la que se iría a acostar en un rato.

Con 30 años, ella ya había conocido bastante las cimas y abismos del amor. Había tenido una pareja de varios años que había cumplido su ciclo. Luego, un noviazgo tormentoso de un año, de esos que nunca faltan en la vida de las personas. Había sido maravilloso, tortuoso, y hasta habían perdido un hijo no buscado. Pero él la había abandonado por seguir con su esposa y si bien todo parecía acabado, no lo estaba.

Era el amor con sus arbitrariedades, azares y caprichos habituales.

Tal vez para sacárselo de la mente, o con la esperanza de tener paz, Karina había empezado una relación con un señor que orillaba los sesenta, sumamente culto e intelectual. Conversar con él era un deleite para el alma, y ella le explicaba a Francisco que al final, para que una pareja tuviera horizonte de largo plazo, debía ser capaz de tener muy buenas conversaciones.

Francisco optaba por no decir nada, ya que si bien lo que ella manifestaba era cierto, también era incompleto. A su entender, una buena pareja, además de tener una muy buena conversación, debía tener esa complicidad, esa chispa, ese encuentro que era más que el erotismo. Pero viendo que en ese momento Karina no estaba preparada para escucharlo, decidió abstenerse de preguntar cómo haría para llegar al largo plazo sino había algo más integral en el mientras tanto.

Con la confianza que generaba el hecho que él no hubiera ocultado que era un hombre casado, le preguntó a ella cómo vivía estas aventuras con otros hombres. Karina, con el corazón en la mano, le respondió: «-Son como vacaciones; un espacio mío al que también le doy lugar. Que me permite no sólo conocer a otros hombres y disfrutarlos, sino y especialmente, conocerme más a mí misma, crecer. ¿Acaso esta conversación que estamos teniendo no es un milagro? ¿No es la sexualidad una maravillosa herramienta de conciencia, autoconocimiento, intimidad? El hecho que algunos la transformen en un deporte u otros tengan pánico de utilizarla, no le quita ningún valor sino más bien todo lo contrario…»

Francisco quedó impresionado por la precisión y la mirada de aquella mujer. Claro que no era para cualquiera. La sociedad, con su hipocresía, su moralina y sus miedos, no daba lugar a semejantes sincericidios. Su mente hacía un esfuerzo por incluir una realidad más amplia que sus ideas.

Se suponía que alguien que estaba por casarse no debía acostarse con otras personas. Solo un supuesto, como tantos de la vida.

También resultaba enormemente paradójico que alguien pudiera abrirse y tener tanta confianza con un desconocido. Por un lado parecía un contrasentido, pero en el fondo, el sentido estaba bien claro. Casi la definición de la palabra paradoja. Había cosas que uno no podía hablar en la pareja. Por diversas razones que podían ir desde la dificultad del cónyuge para comprender una situación por lo emocionalmente implicado que estaba, hasta la obvia dificultad propia de poder plantear ciertos temas.

Sea como fuese, a cierta edad de la vida, los seres humanos aprendían que la media naranja no venía a completar nada. En el mejor de los casos, podía ser un buen compañero de ruta y sobre todo,  ayudar a que uno creciera y fuera cada vez más uno mismo. Pero la idea de completitud solía ser una fuente inagotable de sufrimiento y frustraciones.

¿Cómo Francisco no iba a entender a Karina? Tal vez el hecho que fuera mujer lo descolocaba un poco. Él nunca había sido machista ni creído demasiado en aquella teoría de que los hombres eran infieles porque el sexo les resultaba algo más liviano, en tanto que si las mujeres lo eran, algo grave sucedía. Esa aseveración implicaba asumir algo de lo que él no tenía certeza. Miles de horas de conversaciones con hombres ratificaban esta posición. Pero no tenía tantas horas de diálogo a corazón abierto con mujeres, y muy pocas que tuvieran la honestidad de Karina para plantear el tema. Como si al decir la verdad pudieran quedar catalogadas de putas.

«-Y tu futuro marido también se otorga estas libertades?», preguntó Francisco llevando la conversación a un terreno más resbaladizo.

«- Creo que no, aunque no estoy muy segura», respondió Karina. «-¿Por qué no estás tan segura?», repreguntó Francisco. «-Es que sólo hemos hablado de este tema tangencialmente, y como tengo la impresión que para él no es así, no lo hemos profundizado más», dijo ella algo resignada.

-«¿Y cómo te llevás vos con el hecho de ocultarle el tema? Llegado el caso; ¿aceptarías que tu novio también tuviera estas vacaciones y procesos de aprendizaje?», insistió Francisco entre risas.

«-Obvio que aceptaría; sino sería una contradicción e incoherencia enorme», sostuvo Karina, casi indignada.  «-Cómo decía Groucho Marx, nunca sería socio de un club que me aceptara como socio…» Aunque algo frustrada cerró diciendo: «-El tema es que para él no es así, entonces me deja en un lugar sin salida…»

Como a las siete de la mañana y después de cinco horas la conversación cedió paso a un silencio profundo. Se habían confesado sus vidas, sus miedos, sus anhelos. De esa paradójica forma en que la vida a veces no lo permitía con las personas más amadas, tal vez porque siempre estuvieran muy implicadas. ¿Nadie era profeta en su propia tierra?

Un abrazo intenso abrió paso a la sexualidad. Cuatro horas más tarde y con los cuerpos y espíritus en paz, caminaron unas cuadras antes de seguir cada uno con sus vidas. Previo a separarse, se miraron a los ojos y una ligera melancolía corrió por sus almas. La tristeza del final.

Mientras Francisco se subía en taxi, pensaba que algo así a los quince o veinticinco años, le hubiera partido la cabeza, forzándolo a reorganizar su vida en función de esa mujer con la que había tenido ese encuentro tan maravilloso.

Ahora, con más de cincuenta años y muchas tempestades emocionales atravesadas, más que tristeza porque se hubiera terminado, sintió una enorme gratitud con la vida porque hubiera ocurrido.

Artículo de Juan Tonelli: Paradojas.

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