Esa emoción seguía incólume. Habían pasado tantos años, tantas circunstancias, tanto camino recorrido, y sin embargo, ahí estaba ese compañero inseparable, el miedo.

Bastó que empezara a golpear la pelota con su raqueta de tenis, para sentir que treinta años no eran nada, que su brazo se encogía, que tenía terror a equivocarse.

Recordó el relato bíblico del brazo seco.  Se sintió demasiado identificado, deseando que se le apareciera Dios, lo tocara, y su brazo y su espíritu recuperaran la autonomía.

Ahora la libertad no existía. Estaba secuestrada por el miedo.

Rememoró cuando de niño jugaba al fútbol. Había miedo por todos lados. Pánico. Cada vez que le pasaban la pelota, había que deshacerse rápidamente de ella. Era como si quemara. El terror de que viniera alguien y se la sacara, y al perderla, los rivales generaran un contraataque que terminara en gol. Por eso le gustaba ser delantero; no porque tuviera facilidad para hacer goles o le entusiasmara aquella ubicación en la cancha. Nada de eso.

Sólo para estar bien lejos de su propio arco, y asegurarse que cualquier error suyo difícilmente terminara en un gol en contra. Casi que hubiera sido más sensato salir de la cancha y no jugar, de forma de garantizar que nada malo podría pasarle, que ninguna equivocación sería posible.

Dolorosamente tuvo que aceptar que los partidos de fútbol de toda su infancia habían sido así. No tenía recuerdo alguno de jugar con alegría, de pensar en hacer jugadas lindas, o en buenos pases.

La emoción excluyente había sido el miedo. El terror a equivocarse.

Su mente hizo una asociación libre con Juan Domingo «Martillo» Roldán, aquél boxeador que de adolescente había ganado la apuesta de entrar a la jaula de un oso y permanecer aferrado al temible animal durante un minuto. El adiestrador lo había rescatado después de los sesenta segundos, sólo con un rasguño poco profundo. Como si la vida fuera solo aferrarse y aguantar hasta que pasara el peligro. Y si bien aquél deportista había ganado aquella apuesta, su estrategia no sirvió para llevarlo muy lejos: la gloria, entre tantas cosas, requería de eutonía, entusiasmo, esperanza.

Claro, las experiencias vividas y la emocionalidad interna podían llevar a una persona a vivir aferrada y paralizada toda la vida, aterrorizada ante la mera posibilidad de poder cometer un error.

Como si lo único posible fuera quedarse estrujado al oso.  ¿Acaso se podía llegar lejos en la vida solo resistiendo?

Su mente siguió conectando emociones similares, y fue a parar al golf, su gran amor. Y aún en él, o mejor dicho, especialmente en ese juego, su brillante carrera había estada signada por el pánico. Un sinnúmero de torneos ganados, y siempre desasosegado. Cada partido, por más insignificante que fuera, era una agonía opresiva que sólo terminaba junto con el juego.

¿Quién imaginaría que detrás de aquella estrella del deporte, se encontraría un joven muerto de miedo?  Era posible que el mejor jugador del país jugara aterrorizado?

Suspiró resignadamente, dando fe de ello. Un escozor le corrió por la columna al recordar que cada vez que el clima aplazaba o demoraba una final, él sufría porque siempre quería que todo terminara lo antes posible. ¿Disfrutar? Eso ocurriría en otra vida. Se consoló al acordarse que el gran Andre Agasi reconocía exactamente lo mismo en su biografía.

Revivió sus propios partidos de tenis a los 13 años. Tal era el pánico, que se la pasaba rezando en todos y cada uno de los puntos. Esa era la única forma que tenía de exorcizar los demonios, y sobre todo, de rogarle a una fuerza superior que lo ayudara a ganar. Ganar afirmaría su personalidad y existencia, y perder la disolvería. Por esa razón tan importante necesitaba a Dios de su lado. Cada punto era una secuencias de Glorias y Ave Marías, ya que eran más cortos que el Padrenuestro, y se rezaban mejor durante el juego. Del miedo, a la oración. Nada de pensar en cómo jugar, o en cómo pegarle mejor a la pelota. En todo caso, había que hacerlo en los vestigios disponibles de su emocionalidad aterrada.

Hoy, 30 años después de aquél niño que jugaba al fútbol, 20 años después del golfista de elite, bastó que hiciera los primeros movimientos para sentir que su terror seguía igual. Sin embargo, percibió una diferencia que iluminó su espíritu. El fútbol de la niñez y el alto rendimiento después, habían transcurrido sin que él tuviera el menor registro consciente del enorme miedo que experimentaba. Solo lo sentía. Ahora, en cambio, podía identificarlo y ponerle palabras. Ese pequeña pero enorme diferencia, le posibilitaría hacer intervenir su voluntad. La decisión de seguir adelante pese al gran miedo a equivocarse.

Entonces, la tiranía ejercida por la supuesta mirada de los otros, aunque permaneciera, condicionaría menos.

Al ser consciente que estaba allí, podría actuar de tal forma de no ser dominado por ella. Si en cambio permanecía oculta, él sería un esclavo de ese pánico. Puesto en la superficie, perdería poder.

Se preguntó si ese terror lo acompañaría toda su vida, o si algún día podría liberarse de él. Anhelaba simplemente poder jugar, sin tanto pavor a equivocarse.

Tuvo que admitir que ese miedo era casi constitutivo, y que probablemente lo fuera a sentir toda su vida. Sin embargo, supo que el registrarlo le permitiría llevarlo mucho mejor.

Dudó de si debería dejar el tenis que recién empezaba a jugar, para evitar la frustración y el conflicto. Después de decantar tantas afiebradas emociones, concluyó que esa no podía ser una opción.

Debía continuar. Habría un único camino: seguir adelante pese a todo. No pretender sentir algo diferente de lo que sentía, ni mucho menos condicionar su alegría y esperanza a ello. Podría jugar con o sin miedo, y la emoción escaparía siempre a su control. Pero seguir adelante pese al temor, sería lo único y decisivo que siempre tendría que hacer.

Artículo de Juan Tonelli: La pelota quema.