El joven, recién ordenado como sacerdote, solicitó ir como misionero a la India. Corrían los años 50, y aquella región era mucho más desconocida y misteriosa que lo que es hoy en día. El cura entregaba feliz su vida a Dios todos los días atendiendo a las personas más necesitadas de la tierra. No tenía dudas acerca de su vocación, y se sentía pleno con el sentido de la misma. Su único temor era que una de las muchas serpientes venenosas de esas tierras, lo mordiera y condenara a una muerte anónima y absurda. Sin embargo se sentía sereno porque contaba con la herramienta más poderosa de todas: sus oraciones.

Así transcurrieron varias décadas en las que el sacerdote asistió a pobres y enfermos, convirtiéndose en uno de esos santos vivientes.  Hasta que un día, cuando ya estaba por jubilarse, ocurrió lo inesperado: caminando por un sendero rural, sintió un agudo dolor a la altura de su tobillo y al volver su mirada comprobó su peor pesadilla. Pese al shock, su mente funcionaba con rapidez y con su bastón le asestó un golpe mortal a la víbora. Este hecho podría ser decisivo ya que permitiría identificar la variedad del reptil, y encontrar el suero antiofídico más adecuado.

Con la víbora muerta a cuestas, y una renguera creciente producto del ardor y adormecimiento que tenía en la pierna, caminó hasta la ruta. Consiguió que un camión lo acercara al poblado más cercano.  Como allí no había hospital,  una persona lo subió a un auto y lo llevó a un centro de salud donde pudieran salvarlo.

El camino no era corto, y el sacerdote se sentía cada vez peor. Pensó en los 40 años de vida en la India. En lo feliz que había sido asistiendo a los más necesitados de la tierra durante toda su existencia. En lo injusto que era Dios. Sí; injusto, al condenarlo a la única muerte que él le había pedido tanto que evitara. Por qué?

Trató de serenarse convenciéndose que no era posible tener todo en la vida, y que habiendo sido tan feliz con su vocación, bien podía aceptar morir envenenado en una ruta anónima.

Finalmente llegaron al centro de salud. Como el sacerdote ya estaba inconsciente, el conductor y un enfermero lo bajaron en sus brazos. Para cuando lo acostaron en la camilla, el paciente estaba muerto. El médico trató de revivirlo pero todos los esfuerzos fueron vanos. Frente a la implacable realidad, el doctor, el enfermero y el conductor se sentaron resignadamente en la sala de guardia, junto a la camilla en donde yacía el cuerpo del sacerdote.

Aunque ya no tuviera sentido alguno, el conductor le entregó la víbora muerta al médico, quien se dispuso a revisarla movido por la curiosidad de saber cuál era la variedad de ofidio que había sido la verdugo de aquel hombre.

Buena fue la sorpresa de todos cuando se corroboró que aquella víbora no era venenosa.

Historia real contada por el escritor Carlos Gonzalez Vallés de su experiencia en la India.

Artículo de Juan Tonelli: Morir de miedo.

__________________________