Finalmente, Ramiro no tuvo más remedio que irse de su casa. No tenía claro como seguiría su vida, pero la única certeza era que no podía seguir viviendo con su mujer en aquél departamento.

Junto con su esposa o futura ex esposa, reunieron a sus tres hijos y les explicaron que se separarían. La hija mayor, de siete años, se angustió bastante aunque trató de minimizar el tema y sobreadaptarse. Los dos varones permanecieron callados. El de 5 años, como si la situación no existiera, y el de 2, porque pese a percibir claramente los tiempos difíciles que se vivían, no dejaba de ser muy chico para poder ponerle palabras.

Aquella noche y tras la partida de su papá, la pequeña Valentina decidió mudarse al dormitorio paterno, informándole a su madre que no volvería a su cuarto hasta que su padre regresara a la casa.

El tiempo fue pasando, y pese al dolor, a la incertidumbre y a las contradicciones y vaivenes emocionales, Ramiro no volvió. Sin habérselo propuesto, la vida se fue armando con él fuera de aquél hogar que había compartido y gozado tantos años.

Pese a estar separado, empezó a ver mucho más a sus hijos, ya que la carencia forzosa de la separación lo empujó a buscarlos y dedicarles mucho tiempo. Esta fue una de las grandes paradojas: cuando vivía en la misma casa que ellos y los tenía disponibles todo el día, no les prestaba mucha atención. Ahora que los niños se habían convertido en un recurso escaso, se desvivía por estar con ellos.

Después de 4 años de infructuosa espera, su hija decidió volver a su cuarto.

Cuando Ramiro se enteró, sintió una tristeza profunda. El resignado regreso de ella a su habitación era la muestra más acabada de la defraudación. Su padre no había vuelto, ni había sido capaz de evitarle aquella frustración.

Tal vez por primera vez en su vida, Ramiro no eludió lo que sentía, sino que decidió enfrentar aquél dolor. Sin condenarse por haber fallado o haber sido incapaz de darle a su hija lo que le demandaba, y sin negar aquél sentimiento tan triste y profundo para pretender no sufrir.

A los golpes, había aprendido que la negación era un mecanismo de supervivencia afectiva bastante malo.

Una emoción le estremeció el corazón. Recordó a otra niña también llamada Valentina, que a los 7 años había perdido a su padre. Y si bien quedarse huérfano resultaba muy difícil para todo niño, las circunstancias de este caso habían sido desoladoras: su papá se había suicidado.

Leo -tal era el nombre del padre de esta Valentina- era un joven empresario de treinta y tantos años. Hermano mayor de tres y niño prodigio. En la empresa familiar era el que conducía y lideraba la transición generacional que se estaba produciendo debido al paulatino retiro de sus padres. En el deporte brillaba como capitán y conductor de todos los deportes que practicaba.

Una pequeña falla moral lo llevó a cometer un pequeño acto de corrupción con algún cliente. Luego fue con varios y en sumas mayores, hasta que alguien lo detectó. Esa persona, en vez rescindirle los servicios lo empezó a extorsionar. Leo, con la rigidez y sobrexigencia que muchas veces caracteriza a los primogénitos o niños prodigio, no pudo soportar la situación.

La presión fue creciendo y Leo, en vez de pedir ayuda, tomó la peor decisión: suicidarse. Luego de algunos intentos en los que no pudo concretar la misión, un primero de diciembre encontró el coraje o la desesperación necesaria para tirarse debajo de un tren.

La noche previa había sido el cumpleaños de Ramiro, quien estaba a días de casarse. Leo había permanecido muy callado durante todo el cumpleaños, pero nadie -ni sus amigos y ni siquiera su esposa-, habían percibido que semejante catástrofe se avecinaba. Es más, al retirarse se había despedido con un «-bueno, nos vemos el martes en tu despedida de soltero». Obviamente, eso nunca sucedió ya que apenas 4 horas después de aquél diálogo tomó la decisión más radical e irreversible de su vida.

Finalizado el velorio y el posterior entierro, luego que los espíritus se apaciguaran un poco, y hasta después que las mentes de familiares y amigos menguaran las preguntas sin respuestas, Ramiro se encontró con Verónica, la mujer del difunto.

Tras consolarla un rato, pudo enterarse de algunos tristes detalles de la situación que habían llevado a Leo al suicidio. Nadie comprendía como un hombre tan fuerte, vital y perfecto, podía haber tomado una decisión tan drástica, desproporcionada e irreversible. Los 300.000 dólares de la defraudación no justificaban semejante determinación. Tal vez el punto de mayor desproporción lo evidenciaban los tres niños que se habían quedado sin padre: dos mellizos de 11 años, y Valentina de 7.

Verónica reflexionaba en voz alta delante de Ramiro. Cuando él le preguntó cómo estaban los chicos, ella, después de relatar brevemente cómo se encontraban los varones, mencionó a Valentina, hizo una pausa y suspiró profundamente. Contó las enormes dificultades que tenía la pequeña para exteriorizar lo que sentía. Y que cuando la había estimulado a hacerlo, la lacónica respuesta de esa niña de 7 años fue: -«mamá: prefiero no llorar, porque si empiezo, no paro más.»

Aquellas palabras desesperadas acompañaron a Ramiro toda su vida. Nunca pudo entender cómo Leo había podido suicidarse teniendo tres hijos pequeños. Ningún monto de deuda era equiparable a dejar sin padre a 3 chiquitos de esas edades. Pero había ocurrido. Y aunque el paso del tiempo todo lo relativizara y pusiera en perspectiva, en este caso sólo servía para ahondar más el sinsentido de aquél suicidio.

Recordando el drama de la Valentina de su amigo Leo, se dio cuenta que pese a no haber vuelto a su casa tal como quería su hija, ésta había sido mucho más afortunada. Y que si el apóstol Pedro había sido capaz de negar tres veces a Jesús, cuántas más defraudaciones serían capaces de producir los hombres comunes.

Reflexionó que al igual que Pedro, o el mismo Leo, no había tenido más margen de acción.

Que la corrosiva pregunta acerca de si podía haber evitado irse de su casa, ya era arcaica. Hasta el interrogante de si era posible volver y darle el gusto a su hija, era obsoleto. La vida lo había pasado por encima. O simplemente, había seguido su curso.

Él había decepcionado no sólo a su mujer, sino y sobretodo, a su hija. Pensó en pedirle perdón, pero con total sinceridad registró que en las circunstancias que había estado no había podido obrar de otra manera. Recordó aquella máxima hindú que sostenía que lo que había pasado era lo único que podía pasar. En su momento, cuando la había leído, la condenó por pensarla justificatoria de cualquier conducta. Claro, eso había sido muchos años atrás. Ahora, con otra madurez, el sentido de aquél aforismo cobraba otra perspectiva. Sin embargo, considerar que lo actuado era lo único que podía haber hecho; ¿ lo redimía del dolor que había causado a terceros?

Se dio cuenta que al hombre no le era posible evitar el sufrimiento. Ni el propio ni el de terceros, lo que aplica particularmente a los seres a los que más se ama. Peor aún, en muchos casos ni siquiera era posible impedir ser uno mismo el que lo provoque. Conjeturó que tal vez lo único que haga la diferencia sea la calidad del acompañamiento a la persona que sufre.

Ramiro se sintió satisfecho al asumir que desde su separación se había desvivido por Valentina. Que había estado siempre muy cerca de ella. Aún en los momentos que él no podía ni consigo mismo. Le daba enorme dolor imaginar a su hija esperando a un padre que no volvía y que no volvería. Al menos, en la forma que ella pretendía. Pero tenía paz. La de saber que si bien no había podido evitar lo sucedido, había sido capaz de jugar bien con las cartas que la vida le había dado.

Artículo de Juan Tonelli: Jugar bien con las cartas que nos tocan