«- ¿Cuál es tu feeling?» La pregunta de su jefe lo descolocó. ¿Desde cuándo se podía tener en cuenta los «feelings»? ¿Valía considerar las percepciones? Por más absurda que pareciera esta última pregunta, era la verdad.

Ángel se había pasado la vida teniendo en cuenta sólo las palabras que decían las personas. Cómo si ignorara que en el proceso de la comunicación, el contenido de las palabras representaba apenas el nueve por ciento de la información.

El otro noventa y uno tenía que ver con lo que se veía, con el tono de las palabras. Aún en una conversación telefónica, más del sesenta por ciento de la información provenía de la dicción, del tono, de los silencios. Las palabras literales apenas si superaban el treinta por ciento.

Ángel se sintió iluminado por la posibilidad de habilitar y tener en cuenta lo que había percibido de sus potenciales clientes. En vez de ceñirse a lo que le habían dicho, poder poner sobre la mesa lo que había registrado. Obviamente, pocas veces coincidirían. Se mentía fácil con palabras, pero no era tan sencillo esconder la gestualidad, el tono, los pequeños detalles.

Una pregunta obvia irrumpió abruptamente; ¿por qué habría prescindido de semejante fuente de información? Sin siquiera tener que hurgar, su mente le trajo varias asociaciones.

Lo primero que apareció fue el mecanismo defensivo para protegerse del rechazo. Como si en su sensibilidad extrema, el mero hecho de que le dijeran que no, provocara un cataclismo.

«El que se quema con leche ve una vaca y llora», decía el refrán. ¿Con qué leche se habría quemado para no querer exponerse a ver una vaca nunca más?, fue la inevitable pregunta que se formuló.

¿Habría pedido algo de chico, que al ser denegado lo llevó al errado camino adaptativo de no pedir nunca más nada? ¿Se habría mostrado tal cual era con candidez, y al ser rechazado duramente habría decidido en forma inconsciente no mostrarse nunca más? O peor aún, ¿habría bloqueado toda posible percepción como forma evitar sentir cualquier sentimiento negativo de los demás?

El problema era evidente, porque la forma de vida derivada de ese sistema era muy pobre. Casi como un organismo unicelular. ¿Qué profundidad podía tener cualquier vínculo, aún los afectos más próximos, sino había margen alguno para recibir un no?

Tomar registro de la situación lo estremeció. Aunque no tenía ni idea de cuál habría sido la causa o el desencadenante de este mecanismo adaptativo, le quedó claro el altísimo precio que estaba pagando por preservarse de las peligrosas emociones. En su trabajo como gerente de ventas, estaba anulando una cantidad enorme de valiosa información. ¿Cómo podría trabajar bien si bloqueaba lo más sustancial?

La necesidad de entender no sirvió de mucho. Podían ser mil hechos distintos, insignificantes o grandes, como siempre pasa con el espíritu humano, tan proclive a quedar marcado indeleblemente por situaciones objetivamente menores.

Ángel se alegró por poder incorporar esta poderosa herramienta a su trabajo, y en especial, a su vida. La pregunta acerca de cuál habría sido la causa de semejante adaptación para protegerse encontró múltiples e hipotéticas repuestas. Sin embargo, el hecho de poder poner luz en algo que estaba tan oscuro lo alentó.

Después de todo, comprender siempre cambiaba la vida. Aún en los casos en que no se pudiera cambiar nada. Porque hasta en esos casos, al menos era posible acomodarse mejor a la situación, y que la misma dejara de doler tanto.

Su jefe se sorprendió al escuchar, por primera vez, que Ángel sentía que aquél cliente no cerraría ningún trato.

Artículo de Juan Tonelli: Desconectado.

[poll id=»37″]