Después de muchas idas y vueltas, Darío había conseguido un buen trabajo. No tenía mucho que ver con su esencia, ni mucho menos con su interés real de aquellos tiempos. Pero era un buen empleo, y satisfacía bien los mandatos a cumplir. Una empresa exitosa, con imponentes oficinas mirando al río. Su madre y su abuela podrían estar orgullosas, él ya era alguien importante. O estaría camino a serlo.

De poco importaba que sintiera una enorme contradicción porque la tarea a realizar llevaba implícito hacer lo opuesto de lo que hubiera querido. Por una confluencia de razones él se había vuelto naturista y deseaba difundir esos principios a la mayor cantidad posible de personas. Una buena forma de hacerlo podría ser escribiendo en el diario más prestigioso. Y él estaba cerca de ello, aunque en realidad, muy lejos. Trabajaría para el medio más importante pero, en vez de escribir e intentar extender su verdad, estaría en el área de ventas, tratando de seducir a empresas alimenticias y de salud para que hicieran publicidad. Y claro, parte de ese intercambio propio del comercio, implicaría que los potenciales anunciantes pretendieran infiltrar las bondades de sus productos en las notas del diario, con el único objetivo de aumentar las ventas. Justo lo opuesto que deseaba Darío, convencido que los únicos alimentos buenos eran aquellos no elaborados, y que las empresas, salvo en escasas ocasiones, no reparaban en personas, sino en clientes.

En vez de aportar conocimientos a una sociedad necesitada de ellos, él era parte de la maraña de intereses que tenía por único objeto manipular para vender. Las personas no eran seres humanos, sino potenciales consumidores.

Él, que quería desenmascarar a la industria alimenticia con sus medias verdades y mentiras manipulatorias, al final terminaba ayudándolas a cambio de obtener un poco de miserable publicidad. Terrible, a no ser porque ese trabajo le permitiría ser un hombre de negocios, un tipo exitoso, tal como estaba programado para serlo.

Trabajar en ventas le imponía todo un desafío. Por un lado era una experiencia muy rica ya que era una especialidad brutal y descarnada. A diferencia de otras áreas, permitía visualizar con claridad los resultados. Se vende o no se vende. Como ser delantero. Si no hace goles, difícilmente esté haciendo bien su tarea.

El área de ventas lo exponía a la calle, al combate, a los golpes. Y Darío, cuya pequeña historia de vida lo había formado para seducir y caer bien a todas las personas, quedaría atrapado en un dilema importante. En especial, porque como cualquier ser humano, deseaba sentirse querido -y de ser posible admirado- por todo el mundo.

La forma de aproximarse a sus potenciales clientes era afectiva. Creía que si se hacía amigo de ellos, conseguiría cosas.

Ventas, en este caso. Tardaría dos décadas en enterarse que eso era una manipulación o un intercambio, pero nunca afecto. Mientras tanto, siempre quedaba atrapado en su contradicción. Por un lado, mostrarse afectivo, simpático, generoso, casi magnánimo. Por el otro, la necesidad y las ganas de vender, para convertirse en un ejecutivo exitoso. ¿Cómo integrar estas dos caras? Simplemente no podía.

Muchas veces le iba bien, tan bien, que quedaba enredado en su afecto. Los potenciales clientes generaban tanta empatía, que al final él no quería romper el hechizo y dejar en evidencia que era un interesado más. Resultado: otra venta perdida. Y tal era su sensibilidad afectiva, que tampoco deseaba exponerse a ser percibido como un interesado. Era una postura ridícula ya que ¿cuál podría ser la motivación de un vendedor, que no fueran ganas de vender?

En varias ocasiones terminaba en situaciones absurdas, sosteniendo vínculos que no le interesaban para nada excepto de su potencialidad como clientes. Sin embargo, como él no la explicitaba por miedo a desencantarlos, seguía en un juego casi esquizofrénico, omitiendo lo único que en verdad deseaba.

Si bien le importaba tener amigos y ser querido como cualquier persona, no hacía su trabajo para eso, sino para tratar de cerrar acuerdos comerciales con ellos. Y una vez que ponía tanto afecto en el vínculo, era imposible salir del personaje.

Como esos hombres que con la esperanza de tener sexo con una chica, sobreactuaban amistad e indiferencia sexual, cuando en realidad era lo único que les interesaba. Al ser tan poco claros y contradictorios, quedaban atrapados en su propia tela araña manipuladora, resultándoles muy difícil sincerar la situación y hacerse cargo de la mentira, de que lo único que les importaba era acostarse.

Tardaría veinte años de salir del embrollo. En el fondo, el núcleo del tema era la falta de conocimiento de sí mismo. Cuando empezó a registrarlo, pudo comenzar a elegir qué cosas hacer y qué cosas no hacer. Quiénes eran sus amigos reales, y quiénes eran sólo potenciales clientes. Enterarse que un rechazo de un posible comprador o de cualquier persona, era mejor que una aceptación que implicara ser lo que uno no era.

Se sintió afortunado de registrar y reflexionar sobre esta trampa.

Enterarse que la mayoría de las personas pasaba toda su vida comerciando afecto a cambio de algo. ¿Y qué era ese afecto?  Un medio, una herramienta. Prescindir de ella daba un poco de vértigo, porque era renunciar a un arma poderosa. ¿Pero acaso en la vida todo era intercambio? Qué cansador. Y el corazón humano, cada vez más famélico de afecto verdadero, pese a los éxitos que pudiera aportarle el uso de las personas.

Una cosa era sentir un interés -que siempre existíría- y otra muy distinta era ser interesado.

Tomar conciencia el enorme castillo de naipes que había construido, le dio pudor.  Imaginar que la mayoría de las personas funcionarían así, le dio miedo. Pensó que el jardín de su existencia necesitaba una intensa tarea de jardinería. Separar las plantas buenas de las malas. Regar, cuidar y proteger a las primeras, y arrancar a las últimas. Todo un plan de vida.

Artículo de Juan Tonelli: Traficante de afecto.

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