«Los únicos paraísos que existen, son los paraísos perdidos». La frase atravesó su cuerpo como un rayo equis. Cerró el libro. ¿Qué más podría leer?

Ráfagas de su vida pasaban por su mente. Aquella infancia que aunque no era perfecta, era perfecta. El patio del colegio, los partidos de fútbol, los meses de noviembre con la alegría por el inexorable fin de las clases, la premiación y su orgullo de llevarle las medallas doradas a su padre. Las vacaciones sin fin, los días eternos.

Para los diez años la vida empezaba a tomar otra velocidad. Aparecía un registro del pasado y otro del futuro. Nada inquietante, pero imposible de ser ignorado. La adolescencia, el despertar del amor, la libertad, la inseguridad.

La velocidad de la vida seguía creciendo aunque sin ningún registro del fin. Ninguno. ¿La muerte? Eso era una cosa que le pasaría a los viejos, por no decir a los estúpidos. Y no es que faltara mucho; simplemente no había registro alguno del tema. Uno era como inmortal. Las pasiones, las glorias y los golpes se iban acumulando.

¿Qué era vivir? Pisar el acelerador e ir para adelante. Y también quedarse inmovilizado por el miedo aunque se fingiera una gran actividad.

La crisis de la mitad de la vida golpeó duro. De un saque se enteró de algunas cosas. Que podía tener problemas graves; que eso no era algo que le pasaba a otros. A esa edad, ya le había ocurrido a todos. Sin lugar a dudas, lo más difícil eran las pérdidas, que a a los cuarenta empezaban a irrumpir por todos lados. Algunas durísimas, otras apenas se mostraban, pero había que enterarse que habían llegado para quedarse y multiplicarse.

La gente no era feliz porque se centraba en lo que no tenía.

Pero una cosa era esa idea a los veinte, y otra distinta a los cuarenta. En la juventud, lo que no se tenía era lo que se soñaba. En la mitad de la vida el problema era otro. Se empezaba a sentir la falta de lo que se había tenido. Y eso era siempre muy doloroso.

¿Perder lo que se había tenido era peor que no haberlo tenido nunca? ¿Acaso eso no era la vida, un permanente entrar y salir de circunstancias, hechos y personas? Querer inmortalizarlas, inmovilizarlas o asegurarlas; ¿no era insistir en pretender lo imposible, y frustrarse?

¿Qué se hacía cuando ya había mucho para mirar atrás? Todas esas cosas que se había tenido y que ya no estaban más. Infancia, amores, salud, fantasías, ilusiones.

Recordó al maldito Woody Allen y su genial «yo era feliz pero no lo sabía».

¿Cómo se hacía para enterarse que uno era feliz en el preciso momento en que lo estaba siendo? A veces era evidente. Pero sin lugar a dudas, la vida regalaba infinitos momentos más que no eran correctamente valorados hasta bastante tiempo después. Cuando ya hacía mucho que habían terminado. ¿Por qué tenían que ser así las cosas?

La pregunta que le quedaba picando era cómo se hacía para seguir viviendo. Una cosa era ver la copa media llena cuando uno tenía toda la vida por delante y otra muy distinta era intentar ver esa mitad cuando ya se había derramado más de la mitad. ¿Qué mitad inexistente había que ver entonces?

A veces, bastaba toparse con ciertos objetos que evidenciaban lo atrás que había quedado la infancia, la juventud, el matrimonio, o hasta la perfecta salud. La realidad actual incluía pérdidas imposibles de ser ignoradas.

¿Cómo se hacía para vivir cuando ya se había perdido bastante? Siempre se podía perder más y de hecho, se perdería más. Pero ¿qué se hacía con esa dinámica que planteaba la vida?¿Cómo hacer para conocer los paraísos antes que fueran paraísos perdidos? ¿Qué hacer para enterarse que uno era feliz, en el mismo momento en que uno lo era?

La vida siempre discurría por unos caminos muy distintos a los que las personas habían soñado y planificado. Aprender a vivir, si existía tal arte, era justamente poder ver lo que uno tenía adelante. No escaparle al pasado y ser capaz de mirarlo a los ojos, pero sin quedarse pegado, porque ahí ya no había nada. ¿Y el futuro? ¿Acaso no era más que otra idea, que si bien era lógico tener como una referencia, nunca debía convertirse en más que eso, una referencia?

Decían que la depresión era sobredosis de pasado y la angustia era sobredosis de futuro. Pero; ¿cómo se hacía para tener sobredosis de presente?

El futuro solía deparar miedos. El pasado, dolor. El dolor de los paraísos perdidos. Tal vez vivir requiriera una dosis de locura como la de Alejandro Magno al quemar las naves para que no hubiera más alternativa que ir para adelante. Quizás los seres humanos necesitaran esa misma determinación para poder seguir viviendo.

Vivir no consistía en no sentir miedo y dolor porque eso nunca sería opción. La única alternativa viable parecía ser que pese a sentirlos, uno eligiera seguir adelante. No como un muerto en vida sino como un caminante.

La vida, esa ruta con sentido único.

Artículo de Juan Tonelli: Paraísos.

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