“- Para mí, entrar a una cancha de tenis es un sufrimiento que sólo termina cuando acaba el partido”. La reflexión era particularmente paradójica viniendo de un jugador profesional. Se suponía que ese deporte era su pasión y no una tortura.

Alejandro, sin embargo, comprendía perfectamente de qué hablaba su compañero de gira en el circuito profesional. Él padecía el mismo problema: empezar un partido queriendo terminarlo. La ansiedad  de que cada tiro fuera ganador para que la agonía no se prolongara. Apurar la definición y la finalización todo lo posible porque el juego era una tortura. Que otros disfrutaran el partido o el camino. Él solo quería terminarlo. ¿Cómo era posible tener semejantes sentimientos en una actividad que supuestamente amaba?

Se dio cuenta de que el tema venía de larga data. Ya durante su escuela primaria, lo único que anhelaba la semana previa a los exámenes, era haberlos pasado.  “- Cuando haya terminado esta semana, volveré a ser feliz”, se decía a sí mismo.

Los exámenes pasaban y Alejandro recuperaba su felicidad. En realidad, lo que él a sus nueve años denominaba felicidad, era la ausencia de tensiones y problemas. La tensión y la posibilidad de fallar en las pruebas, venía a romper su estado de alegría.

En la medida que iba creciendo, aparecían nuevas y más grandes tensiones que él iba atravesando.  Aunque la  única forma  de transitarlas que conocía era deseando que se hubieran terminado. Hasta su carrera universitaria había ocurrido así. Desde el inicio, su perspectiva había sido pensar sólo en la cantidad de materias que le faltaban para terminar. Ese podría haber sido un pensamiento razonable para alguien que cursaba cuarto o quinto año, pero nunca para alguien que recién empezaba. Alejandro no se lo había contado a nadie por miedo al ridículo, aunque en su corazón habitaran esos sentimientos.

Volviendo a su actualidad, se puso a reflexionar acerca de por qué sufría mientras jugaba. El asunto era bastante claro. Hacía rato que había dejado de jugar por jugar. Mucho antes de convertirse en un jugador profesional, cuando había irrumpido como una figura, su desarrollo técnico había crecido conjuntamente con un miedo. El miedo a perder, el miedo a no poder mantener lo logrado. Y ese temor se acrecentaba a la par de su crecimiento como jugador.

Cuanto mejor jugaba y más logros obtenía, más miedo experimentaba. Cada partido, cada juego, si bien eran una hoja en blanco, para él significaban la posibilidad de perder. Y al rechazar esa posibilidad, todo se transformaba en algo tortuoso ya que en el fondo, la posibilidad de que las cosas salieran mal siempre existía.

Se preguntó si sería posible evitar sentir ese miedo. Tenía veintitrés años y su metodología habitual había consistido en apretar fuerte los dientes e ir para adelante. Pero el modelo estaba empezando a hacer agua por todos lados. Como las pruebas eran casi permanentes y él vivía tenso hasta concluirlas, se pasaba la vida con los dientes apretados.

Sin darse cuenta de que era una leyenda y tal vez una mentira, su ejemplo a seguir era Alejandro Magno al cortar el nudo gordiano. En su dificultad para sobrellevar tensiones y problemas, quería cortarlos de raíz, de un espadazo. Nada de tratar de desatarlos ni de aprender a convivir con ellos. Resolver los problemas de una vez y para siempre, para después poder vivir tranquilo.

El problema era que la vida cambiaba los problemas permanentemente. Por lo general, no existían opciones tan glamorosas y rutilantes como cortar el problema de un tajo. Muchos de ellos no se podían resolver en el corto plazo, y algunos, en ningún plazo.

¿Y entonces?

Registró que el desafío era justamente aprender a lidiar con la incertidumbre. Recordó a varios de los mejores pianistas del mundo que habían reconocido su sufrimiento en los conciertos, por la extrema tensión que les generaba la posibilidad de equivocarse. Si a esos semidioses les pasaba eso; ¿cómo no le pasaría a él? Algunos habían aprendido a aceptarlo como un tributo que debían pagar por hacer lo que les gustaba. Otros, ni siquiera habían encontrado esa vuelta y los sobrellevaban angustiosamente.

Cuando un pianista acomodaba la altura de la banqueta antes de empezar un concierto, indefectiblemente sentía un escozor corriéndole por la columna vertebral, además del sudor frío en las manos. Esas manifestaciones fisiológicas eran similares a las que sentía un deportista en un torneo, aunque éste último contara con la ventaja de descargar ciertas tensiones a través del ejercicio físico.

Pero la pregunta que atravesaba el corazón de todos por igual era: “-¿las cosas saldrán bien?” Aprender a convivir con esa pregunta, sin pretender apurar ni forzar la respuesta, parecía el camino a seguir.

Veinte años más tarde Alejandro seguía funcionando con la misma metodología. Aunque hubiera crecido mucho, en el fondo seguía buscando desesperadamente logros que lo blindaran de por vida. El más obvio, el dinero. Era una idea muy extendida que tener unos cuantos millones de dólares permitiría vivir con tranquilidad. Aunque también existían otras ideas como tener prestigio, ser famoso, por solo nombrar algunos de los espejismos más frecuentes.

Aunque él no estuviera dispuesto a reconocerlo, tenía la íntima convicción de que si lograba ganar suficiente dinero y armarse un prestigio, su vida se convertiría en un sereno fluir. Nada de remar hasta el último de sus días. Nada de andar teniendo angustia por temas menores.

Claro que en este esfuerzo se le iban pasando los años y la meta nunca se alcanzaba. ¿Sería otra de las fantasías de la vida, que vivía corriéndole el horizonte a todos aquellos que lo buscaban con desesperación? Por otra parte, el tránsito angustioso con dientes apretados se había convertido en un estilo de vida. Estilo tenso. ¿No habría una mejor forma de vivir?

Su maestro vendría a hacer añicos su modelo:

“- Las tensiones no van a desaparecer nunca, van a estar hasta el final de tu vida. Lo que puede cambiar es cómo elegís vivirlas.”

Aquella idea le había llegado hasta la médula. Alejandro sintió una mezcla de decepción y paz. Decepción porque hubiera preferido enterarse que las tensiones podían desaparecer. Paz, porque era lo que producía cualquier verdad al salir a la luz.

Habiendo reconocido que las tensiones lo acompañarían hasta el final de sus días, sólo quedaba el desafío de aprender a convivir con ellas, de la forma más armoniosa. Percibió que la mayoría de esas tensiones anclaban en la idea de buscar seguridades, convencido de que servirían para tener una vida más tranquila. El dinero, afectos, el prestigio.

Paradójicamente, aquello que supuestamente venía a generar tranquilidad, sólo acrecentaba la angustia. ¿Cuál sería el camino, entonces? ¿No desear?

Esa idea parecía demasiado budista y corría el mismo riesgo que tenían muchos de los que practicaban esa religión. Perder brillo, alegría, vida. No era posible no desear, y mucho menos, pretender hacerlo por decreto.

Reflexionó que además de incorporar  las tensiones  y problemas como parte normal de la vida, debía concentrarse en el juego y no en los resultados. No darle lugar a aquellos sentimientos que pretendían convencerlo de que si lograba tal o cual cosa sería feliz. La paz requería la menor cantidad de exigencias posibles, porque cada apego que uno tenía hacía crecer la angustia de perderlo. El camino parecía más bien sentir aquella incertidumbre, aquél miedo, y comprender que en realidad uno no necesitaba ese dinero, ese honor o ese logro para poder estar en paz.

La verdadera paz era algo que uno llevaba constitutivamente adentro. Que no necesitaba ser producida ni alcanzada, sino más bien lo contrario. Bastaba con que uno dejara de perturbarla.

Como decía su maestro: “la sabiduría no es una estación a la que se llega si no una manera de viajar”.

Artículo de Juan Tonelli: Otra versión de Ítaca.

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