Un nuevo correo electrónico irrumpió en su bandeja de entrada. Se trataba de un extraño remitente nigeriano que invitaba a Tomás a hacer un negocio. Si bien el mail era personalizado, podría haber sido personalizado a cien mil destinatarios.

El supuesto negocio, más que un emprendimiento era una propuesta de asociación ilícita. Según el correo, Sabir era un funcionario del gobierno de Nigeria que había ganado mucho dinero y deseaba girarlo al extranjero, operación que estaba prohibida. Le ofrecía a Tomás un contrato en el que le cedería el 30% de los fondos que le transfiriera, sólo a cambio de prestar nombre, firma y un número de cuenta bancaria. El monto del acuerdo era de 17 millones de dólares, por lo que a Tomás le corresponderían 5.1 millones. Y si bien  lo tomó con un humor, la remota probabilidad de que pudiera ganarse 5 millones de dólares de un pase, le provocó cierta excitación.

De todas formas, el abordaje no era confiable. Nadie propone un negocio tan generoso a una persona que no conoce, se encuentra y mucho menos si se encuentra en un país exótico (como lo es Argentina para un nigeriano). El hecho que el mail estuviera personalizado tampoco quería decir absolutamente nada; cualquier soft podría enviar decenas de miles de correos personalizados por hora. ¿Y de dónde habría salido su dirección? De cualquier base de datos.

Por otra parte, que el correo electrónico propusiera un ilícito sin siquiera conocer al interlocutor, le generaba aún más sospechas. Sin embargo, ¿ quién en su sano juicio mandaría un mail masivo proponiendo un delito? Parecía como si hubieran elegido cuidadosamente al destinatario. ¿Pero por qué a él?

El misterioso correo terminaba solicitándole que enviara todos sus datos. Movido por la curiosidad, y lejos de poder contestar alguno de los múltiples interrogantes que se le habían sucitado, Tomás completó la información y apretó la tecla de send.

Un rato después, oyó cómo el speaker de su contestador filtraba la voz grave de una persona hablando en inglés con un tono duro. Como si fuera alguien de Europa del Este, la India o África. Escuchó varias veces el mensaje que dejó Sabir, hurgando alguna información adicional. Mientras lo hacía, el fax se encendió y empezó a aparecer el isologo del Gobierno de Nigeria. Tan pronto se terminó de imprimir la primer carilla, Tomás miró el borde para ver el número del remitente. La característica era sumamente rara, así que decidió buscarla en internet. Cuando comprobó que era de Laos, capital nigeriana, un escalofrío recorrió su espalda.

Leyó detenidamente las 8 carillas del acuerdo. Era simple: construir una autopista desde la capital hasta el aeropuerto. Se haría a través de una contratación directa -sin licitación- a un valor de 17 millones de dólares. Como ya era tarde, Tomás apagó las luces de su oficina, cerró todo y se fue a su casa.

Mientras comía y tomaba un trago en soledad, aquella noche se sintió un gran empresario. Si bien la historia resultaba inconsistente, el hecho que Sabir hubiera aparecido tan rápido llamando por teléfono, enviando un borrador de contrato, y encontrándose efectivamente en Laos, le habían abierto una pequeña esperanza.

Tomás imaginó cómo sería su vida si pasaba a tener 5 millones de dólares. Con sus 35 años seguiría trabajando, aunque no en ese empleo. Tal vez se tomaría un año sabático para reflexionar, descansar, viajar un poco y estar más tiempo con su familia. Después volvería al ruedo. Pensó que su nuevo emprendimiento debía ser algo más vocacional, que le diera ganas de hacerlo, y que no fuera sólo una fuente de dinero o status.

Si lograba una seguridad económica, bien podría concentrarse en hacer algo que le gustara mucho, aunque no supiese bien qué era.

Analizó las posibilidades de que la situación fuera cierta. Puesto en abogado del diablo, trató de pensar cuál sería la trampa. Como las alternativas eran muchas, llegó a la conclusión que debía hablar con Sabir. La confrontación telefónica sería la única forma de evacuar las dudas y ver si aquello era otro cuento del tío, o si efectivamente él había sido tocado por la barita mágica. Se tiró a dormir, aunque con tantos pensamientos circulando por su cabeza, no le resultó fácil conciliar el sueño.

A la mañana siguiente y tan pronto llegó a su oficina, decidió llamar a Sabir. La diferencia horaria jugaba a favor, así que sin pensarlo demasiado, marcó los números de aquella enigmática oficina en Laos. El primer shock se produjo cuando la misma voz que había dejado el mensaje en su contestador, atendió diciendo «Sabir speaking». No es que no fuera una posibilidad, pero como Tomás desconfiaba tanto, nunca imaginó que sería atendido, y menos aún por la persona en cuestión.

Cuando el nigeriano se enteró quién era el que estaba al habla, se puso extremadamente simpático y cortés. Después de preguntarle a Tomás por su familia y por sus creencias religiosas, explicó cómo sería el negocio. El argentino sólo sería una fachada. No haría falta construir ninguna autopista. Alcanzaría con firmar el contrato diciendo que la haría.

Si bien a Tomás ya no le gustaba la situación, decidió hacer unas preguntas. La respuesta al por qué lo había elegido justo a él, no lo satisfizo. Supuestamente, habían facilitado sus datos en la cámara de comercio, hecho totalmente improbable. A la pregunta de por qué no utilizaba alguna importante  institución de servicios financieros -todas acostumbradas a realizar este tipo de «trabajos»-, también le sucedió una respuesta falaz: -«porque no pueden hacerlo».

Las inconsistencias se iban sumando y Tomás decidió ir a fondo. «-Mirá Sabir, si lo que pretendés es sacarme 100 dólares bajo cualquier concepto, decímelo ahora y no perdemos tiempo. Porque en el momento en que ocurra, se terminan todas las conversaciones. Así que ahorreémosnos las vueltas si ese es tu objetivo». Aquella hipótesis era la que Tomás consideraba más probable. Ser seducido con un negocio millonario, y en el momento en que él estuviera muy embalado, le pidieran una pequeña suma de entre 100 y 900 dólares para algún trámite, seguro, o lo que fuera. Y obviamente, nunca más habría conversaciones una vez que se hubiera pagado el dinero. Sin embargo, esa suposición tampoco parecía muy consistente, ya que Sabir había dejado sus datos, su teléfono, su fax, y no haría sentido dejar tantas pistas si después planeaba darse a la fuga. Independientemente de las cavilaciones de Tomás, Sabir negó todo, incluyendo especialmente que su interés fuera robarse 100 míseros dólares.

Luego de cortar, Tomás tenía sentimientos encontrados. Por un lado, la propuesta era disparatada y las respuestas no eran consistentes. Sin embargo, las hipótesis de que fuera una trampa tampoco lo eran. Y el hecho que del otro lado hubiera una persona visible, disponible, que dejaba sus datos, le daba cierta verosimilitud a toda la historia. Si no era cierto, valía la pena averiguar en dónde estaba la trampa.

La mentalidad fuerte y conservadora de Tomás no le permitía fantasear, sino sólo concentrarse en el siguiente paso. A la hora de decidir qué cuenta bancaria utilizar, descartó la de Argentina, y también la de Luxemburgo. Optó por utilizar una cuenta que tenía en Uruguay, casi sin movimientos. Eso era lo más razonable ya que se trataba de un país con importante secreto bancario, muy próximo al suyo, y en una cuenta sin fondos, así que no había mucho que perder. Completó el resto del contrato y envió todo por fax.

Aquella noche, tenía una cierta expectativa. Su razón seguía insistiendo en que aquello no podía ser cierto. Sin embargo, como su mente no lograba descifrar la trampa, seguía adelante. Salvando las distancias, se sentía como cuando una pareja está buscando un hijo y tienen relaciones sexuales con frecuencia y en los días indicados, pero hasta que el test de embarazo no dé positivo, saben que no existe nada.

A la mañana siguiente, Tomás decidió llamar a un amigo suyo del sistema financiero para evaluar algunos temas. Mariano, banquero suizo, se burló al darse cuenta que Tomás había contestado esos típicos cuentos del tío. Sin embargo, al ser presionado para explicar en dónde estaba la trampa, no pudo hacerlo. Sólo atinó a decir que Nigeria era el país más corrupto del mundo, y que era mejor que tomara distancia de todo aquello.

Típico pensamiento de un burócrata más, cuya vida estaba conducida por los férreos límites del miedo.

Para nada convencido de la trémula explicación, Tomás insistió llamando a Fabián, un trader millonario ya retirado, muy acostumbrado a soportar grandes presiones. Le preguntó si una transferencia de 17 millones de dólares en una plaza como la uruguaya podía generar alguna suspicacia. Con tono de profesor universitario, Fabián contestó: «-para el Banco Central de Uruguay, esa cifra es la operación más importante del mes». Y sin saber nada, agregó: -«y no es lo mismo que venga de Nueva York que de Nigeria…»

Tomás sintió que su castillo de naipes empezaba a derrumbarse. Aunque no hacía falta escuchar la respuesta, no pudo evitar hacer la pregunta. Su amigo terminó de explicarse: -«porque si viene de Nigeria, es probable que en menos de 24hs el titular de la cuenta tenga un pedido de captura de Interpol…»

Sin siquiera ser cortés o agradecido con su amigo, Tomás cortó la comunicación. Game Over. Eran las 12 de la noche y el sueño de la cenicienta había terminado. El año que viene habría que seguir trabajando en pos de un poco de dinero y un poco de prestigio. La maldición de Dios cuando lo echó a Adán del paraíso -«ganarás el pan con el sudor de tu frente», seguía vigente.

Y nada de hacer lo querría. Mucho menos aún, darse el tiempo para averiguarlo.

Sabir continuó llamando, aunque no tuvo más destino que el contestador automático. Sus mails y faxes tampoco fueron respondidos. Afortunada y obviamente, ningún dinero fue girado a la cuenta uruguaya.

Al principio, Tomás sintió frustración, como siempre ocurre cuando una fantasía es destrozada por la realidad.

Sin embargo,  el espejismo le había servido para reflexionar que no podía seguir esperando.

Que la opción nunca podía ser «el día que sea rico voy a hacer lo que quiero» porque probablemente no lo fuera nunca. En todo caso, el desafío sería irse moviendo en la dirección que le gustaría, sin perder contacto con sus responsabilidades ni tampoco aplazando su camino bajo la engañosa forma de mostrar como provisorio algo que era permanente diferido.

Indagando hasta el abismo, se dio cuenta que ni siquiera sabía qué era lo que le quería. No tenía ni la más remota idea, más allá de algunas pocas cosas que definitivamente no le gustaban.

Recordó una investigación que mostraba que los ganadores de la lotería, apenas tres meses después de haberse vuelto millonarios, ya estaban nuevamente de malhumor y con los mismos problemas de siempre. La única excepción eran aquellos de condición muy humilde que al tener las necesidades básicas insatisfechas, mejoraban sustancialmente su existencia.

Pero en términos generales, el dinero no resolvía el sentido de la la vida.

Se dio cuenta que esta situación le había hecho un gran favor. Permitirle registrar que su trabajo lo satisfacía poco. Que no tenía ni puta idea de qué es lo que quería en su vida. Que difícilmente existieran milagros salvadores que lo liberaran del yugo diario. Y que en el remoto caso de ocurrir, no lo ayudarían en nada a construir una vida. Sino más bien lo contrario. La tarea de investigar qué era lo que quería sería ardua, personal e intransferible.  Y moverse en esa dirección, sería más difícil aún. Nadie lo haría por él, mucho menos una repentina fortuna.

Entendió que esperar a ser rico para ponerse en marcha, era un absurdo o cuanto menos una mala decisión, ya que lo más probable era que bajo esa premisa nunca se pusiera en movimiento. Y si bien Occidente había exagerado con el valor de planificar las cosas, una cosa era encontrar sorpresas milagrosas e imprevisibles durante el camino, y otra muy distinta era sentarse a esperar a que ocurrieran.

Sintió que el verdadero golpe de suerte había sido la no concreción de aquél negocio. Cuando su amigo del banco lo llamó para contarle cómo era la trampa nigeriana, Tomás se negó a escucharlo, y le dijo: «no seas ingrato con gente que me ha ayudado tanto».

Artículo de Juan Tonelli: No ganes la lotería.