El padre acompañó a su hijo hasta la puerta del quirófano. Hubiera dado la vida por reemplazarlo. En los instantes de la despedida y antes de que los camilleros se lo llevaran tras las puertas vaivén, el chico miró a su papá queriendo averiguar qué le pasaría. 

La familia había transitado un calvario de seis años. El niño había tenido múltiples fracturas de húmero por diferentes carcinomas. Los padres consultaron con un sinnúmero de expertos del país y el exterior, hasta que un consejo de notables concluyó que era preferible amputar el brazo que arriesgar la vida.

Nadie pudo explicarle eso al niño, y mientras le daba un beso en la frente, el padre le dijo:

-Quedate tranquilo que todo va a estar bien.

El chico ingresó al quirófano preguntándose si sería la última vez que vería su mano. Afuera del quirófano, los padres lloraban desconsolados. 

Después de la cirugía y ya en el cuarto, el niño fue volviendo en sí. A pesar de la anestesia y los calmantes, sentía un fuerte dolor en el brazo. No lo movía, temiendo hacerle algún daño a ese brazo con tantos problemas. Ni siquiera quiso mirar para ese lado, y pasó veinticuatro horas con la cabeza girada para la izquierda.

Pese a sus esfuerzos para no confrontar con la realidad, entredormido intentó mover su mano y no sintió nada. Semi consciente atinó a ver qué pasaba y observó que el vendaje y su brazo terminaban antes del codo.

Finalmente se enteró de lo que ya sabía. 

Siendo un niño, intentó evitar el dolor de la misma forma que los adultos: mirar para otro lado, en la esperanza de que el brazo siguiera ahí. Como si negar la realidad la cambiara.

Hombres y mujeres suelen saber y sentir en sus cuerpos, aquellas verdades que no se animan o no pueden ver.

Más allá de las mentiras o negaciones humanas, la realidad siempre es lo que es.