Cuando Eva vino a ofrecerle la manzana, varias emociones atravesaron su cuerpo. El poderoso e irrefrenable impulso de comerla. El miedo de estar haciendo lo incorrecto, aunque no entendiera bien porqué aquello estaba mal.

Si con frecuencia las emociones impedían evitar conductas claramente perjudiciales, cuanto más difícil podía ser respetar aquellas reglas cuyo sentido no se comprendía. Aquellas normas que simplemente había que evitar porque sí, o porque supuestamente serían malas, aunque nadie entendiera bien por qué.

Imaginó el futuro, y los problemas que tendría Ulises al desear imperiosamente escuchar el canto de las sirenas, y no querer morir a causa de ello. O en los problemas que tendrían que atravesar tantos hombres, al querer tener sexo con cuanta mujer se les cruzara en el camino, sin por eso querer arriesgar o hacer sufrir a sus esposas o parejas.

Sonrió al presentir a Oscar Wilde, quien miles de años después diría «puedo resistir todo, excepto la tentación». Volvió a mirar a Eva quien con una sonrisa ingenua, le extendía una mano con la manzana. Después de todo, él era un hombre y tenía libertad y derecho a su autodeterminación. Percibió que comerla no era un hecho tan grave, y que no hacerlo lo haría sentir un débil. Tomó la manzana y la mordió.

La fruta era muy rica, aunque nunca tan exquisita como la había imaginado. Cuando terminó de comerla, no sintió nada extraordinario. La gran tensión existente en los momentos previos a probarla había desaparecido. Se preguntó cómo no había podido evitar caer en la tentación. Con la panza llena, la química de su cerebro ya había cambiado, y no le parecía tan difícil haber podido decir que no. Claro, eso lo sintió con el estómago satisfecho. Sin embargo, Adán minimizó el hecho y aquella tarde continuó su vida con normalidad, como si nada hubiera pasado.

A la mañana siguiente se levantó como si todo su cerebro estuviera en cortocircuito. La sensación era similar a cuando el agua daña conexiones eléctricas, dejándolas inconexas, con ruidosas descargas y un funcionamiento errático.

Confundido y aturdido, le resultaba imposible pensar con claridad. Sentía angustia de saber que la confrontación sería inevitable. Imaginó su diálogo con Dios y esbozó algunas estrategias. Experimentó enojo hacia Eva por haberlo provocado. Y a regañadientes asumió que era él quien había decidido avanzar.

La inquietud no cedía, como siempre ocurre con la incertidumbre que precede a la irrupción de la verdad.

Cuando apareció Dios, Adán registró que aquél sentimiento de autodeterminación y omnipotencia que había experimentado en los instantes previos a probar la manzana, se había reducido a la mínima expresión. Él mismo se sentía como una pasa de uva, pequeña y achicharrada.

Más allá de las palabras y de su estrategia defensiva, el diálogo con Dios fue corto y claro. Si bien las contradicciones eran partes de la amplia realidad de la vida, ése había sido uno de esos momentos en que las mismas quedaban brutalmente en evidencia. Y en los que los hombres intuyen que la vida no será igual después de semejante situación límite.

Luego que Dios se retirara, Adán sintió un torrente de emociones. La más positiva, paz.

Sabía que vendrían tiempos difíciles, pero la paz era la primera e inevitable consecuencia de la verdad. Ya no había más nada que ocultar, nada de lo cual defenderse, ninguna situación que sostener. Pensó en que los dobles discursos siempre terminaban destrozados por la realidad, que invariablemente es una sola.

Pero también, en que después de aquellos momentos extremos, la vida dejaba atrás las dicotomías, y se integraba dejando irrumpir la paz.

Reflexionó acerca de si podía haber evitado comer aquella manzana. No encontró una respuesta clara. Por un lado, era cierto que él era libre y había elegido hacer lo que hizo. Sin embargo, retrospectivamente sentía que lo actuado había sido lo único posible. Como si una fuerza poderosa lo hubiera movido, esterilizando su supuesta libertad.

Se preguntó si estaba arrepentido. La respuesta fue igual de ambigua. Si primaba la hipótesis que había sido libre, cabía considerar algún remordimiento. Pero si la respuesta era que él no había sido capaz de elegir; ¿de qué tendría que arrepentirse?  Por otra parte, y tal como concluirían los sabios de Oriente miles de años después, no tenía ningún sentido conjeturar sobre qué habría pasado si la vida hubiera discurrido por otros andariveles. Eso era un juego estéril ya que la realidad era otra e irreversible.

Aunque supo que de ahora en más la vida sería más dura y que no habría retorno a aquél paraíso perdido, sintió una auspiciosa alegría. La de experimentar por primera vez, que aún en esa difusa división entre libertad y destino, él podría empezar a tallar su vida.

Artículo de Juan Tonelli: La pérdida del paraíso.