Entre los 19 y los 23 probablemente haya escrito entre 600 y 700 páginas de novelas que nunca pude terminar. Supongo que era muy joven y estaba tratando de hacer cosas que eran demasiado ambiciosas.

Estaba frustrado y disconforme con los resultados.

A los 23 me dije a  mí mismo: -«no más ficción, soy incapaz, renuncio». Y me dediqué siete años a la poesía hasta que llegué a otra crisis, no solo con la escritura sino con mi vida. Y se me empezó a hacer más y más difícil escribir en general.

Había dejado todo hasta que tuve una suerte de revelación. Un recital de danza me deslumbró, y a partir de ahí pude escribir de nuevo. Pero cuando me senté y escribí, lo que salía era en prosa. No volví a la poesía.

Lo que hubo en esa danza fue la belleza pero también los comentarios de la coreógrafa. Sus palabras eran tan inadecuadas e incapaces de explicar eso que estábamos viendo, que abrieron algo en mí.

Vi la diferencia entre el mundo y las palabras, como si las palabras no sirvieran para expresar lo que mis ojos habían visto. Y por alguna razón eso me alimentó. Yo quizás siempre había pensado que había una manera de expresar las cosas a la perfección y ahí, en ese momento, entendí que no.

Nada es perfecto. Sólo nos aproximamos con nuestro mejor intento posible, pero no hay victoria final. Siempre fracasamos. Y entender la inevitabilidad del fracaso, me dio la confianza que necesitaba.

Artículo de Juan Tonelli: El perfeccionismo suele destruirnos

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