“- Aceptar las pérdidas es muy difícil. Las dos más duras que tuve fueron la muerte de mi padre y mi separación. Y si bien mi papá fue el tipo más importante de mi vida y falleció cuando yo ya tenía treinta años, que mi marido me dejara me pegó aún más…” dijo Andrea mientras se le quebraba la voz y se le humedecían los ojos.

“- ¿Por qué?”, le preguntó Gabriel, conmovido por la situación.

“-Y, porque es natural que tu padre se muera; es algo que tenía que ser. En cambio, aceptar que mi compañero eligió no elegirme es terrible. Aún no lo puedo superar. Es sentirme descartada, no elegida, el desamor.”

Gabriel le dio un abrazo fuerte a Andrea, sumido en un profundo silencio. ¿Qué podía decirle? A veces, los dolores de la vida eran tan agudos que lo mejor era acompañarlos en silencio, porque las palabras solo generaban ruido y distancia.

Sin soltar ese abrazo largo y compasivo en el que estaban fundidos, Gabriel reflexionó en los riesgos de la libertad. A Andrea le dolía más la pérdida por elección que la pérdida no elegida. ¿Por qué sería, si lo central era que ambas eran pérdidas? ¿La habitual arrogancia humana de creer que una era evitable en cambio la otra no? ¿Pero era cierto?

Gabriel se enfrentó nuevamente a esa pregunta acerca de qué es lo que se podía modificar y qué no. Separarse de una persona; ¿era una decisión, o la sincera manifestación de algo irremediable que había pasado y por lo cual ya no era veraz seguir juntos? ¿Y hasta qué punto ese suceso era elegido? Todo parecía indicar que lo único que se elegía era ser coherente con un interior que se había transformado y no podía continuar con esa pareja en los mismos términos que habían conocido hasta entonces.

Si la libertad no era poder hacer lo que uno quería, sino más bien, decidir cómo reaccionar frente a los sucesos que nos enfrentaba la vida; ¿elegir dejar de elegir a una pareja no era otra cosa que sincerar una situación interior y anterior? ¿Por qué podía ser tan doloroso e inaceptable para el que dejaba de ser elegido?

¿Acaso era más fácil dejar que ser dejado?

Gabriel recordó investigaciones que demostraban que el stress de un jefe de tener que despedir a un subordinado era muy superior al de la persona que era despedida. El que tomaba la decisión tenía 500% más de chances de padecer un infarto que el que recibía la mala noticia.

Sin proponérselo, se encontró preguntándose cuándo habría sufrido más él, si al dejar o al ser dejado. No era una pregunta fácil y no tenía respuesta. Recordó su última separación, en la que él había dejado a su mujer después de doce años juntos y varios hijos. ¿Había elegido no elegirla? ¿O simplemente, había sucedido y él no había tenido más remedio que sincerar la situación?

Recordó los mares que había llorado cada vez que no pudo darle a su entonces mujer, la alegría de volver con ella. De salvar esa pareja que había sido tan compinche.

Justo había tenido que frustrar y decepcionar a la persona que más había amado en su vida. No había podido evitarlo.

Aún algunos años después, cuando su ex pudo decir explícitamente que ella quería recuperar a su familia, Gabriel sintió que se le partía el corazón. Estaba claro que él era el único obstáculo para que eso ocurriera y sin embargo, no podía. Es decir, hubiera podido hacerlo pero como una orden de la mente sin sustento real en el corazón. ¿Acaso era porque su mujer era una mala persona, o porque tenía valores o intereses tan diferentes? Asumir que nada de eso era la razón, solo ahondaba sus reflexiones en el misterio de la vida. No había respuestas.

Aún más duro había sido no poder satisfacer a sus hijos, frustrarlos. De distintas maneras, todos habían manifestado su anhelo de que sus papás se arreglaran. La más grande, mudándose al dormitorio de los padres el mismo día de la separación y aclarando que no volvería a su cuarto hasta que su padre regresara. Resignada, varios años después tuvo que retornar a su habitación sin que su padre hubiera vuelto. Al enterarse, su papá había llorado como un niño.

Su hijo más chico no tenía recuerdo de la pareja unida ya que se había separado cuando él tenía tres años. Habiendo crecido un poco y al notar que su madre y su padre eran dos buenas y lindas personas, había tenido una idea genialmente creativa: proponerle a su papá que su pusiera de novio con aquella mujer tan maravillosa que era su mamá. Gabriel no se quebró pero apenas si pudo sostenerse luego de escuchar semejante propuesta que su hijo le hacía con la candidez de los cinco años.

Volviendo con Andrea y mirándola a los ojos, optó por contarle todo esto con la esperanza de que ella pudiera modular su propio dolor. Tal vez siguiera sin encontrarle el sentido, pero al menos podría incorporar otra perspectiva. No sentirse tan sola, tan descartable, tan sin valor.

“-Aunque mi ex no lo entienda ni me crea, yo siento que nadie fue. O que fuimos todos. Y no es una excusa para no responsabilizarme sino para tener una mirada más realista del proceso.  Lo que nos llevó a estar juntos no puede ser muy racionalizado, del mismo modo que tampoco puede ser muy comprendida la separación. O sea, uno puede razonarla, manejar hipótesis y hasta certezas. Pero aun así todo es muy incompleto. Nada de esos análisis pueden incluir a la vida en su totalidad».

«-Dejar a quien fue nuestro amor, es terriblemente doloroso. No poder consolarlo, sentir que lo frustramos, lo decepcionamos».

«-Y ni te cuento con los hijos. Uno se siente egoísta y miserable. Pero simultáneamente, pareciera que es el precio a pagar por una vida veraz».

Al empatizar con todo el sufrimiento que manifestaba Gabriel, Andrea se corrió de su propio dolor. Pensó en su ex, preguntándose si habría pasado un proceso parecido. Su desasosiego sólo era insoportable si no podía correrse de sí misma. Cuando ella era el centro del universo. El registrar que su ex podía haber sufrido mucho y tal vez hasta siguiera sufriendo, la consoló. No porque le deseara el mal, sino por dejaba de sentirse tan sola y tan desechable. Y también porque al ser compasiva como lo estaba siendo con Gabriel en aquél momento, le llenaba el alma.

Como si su corazón al llenarse de amor por alguien que sufría, empujara afuera su propio dolor. Y tal vez ese fuera el camino de la felicidad. Encontrarse con el prójimo. Recibirlo como era, acompañar su dolor en silencio, darse. Dejar de ser el centro del universo,  ofrecer el propio corazón para escuchar, percibir, latir en sintonía. ¿Ese no era el paraíso?

Artículo de Juan Tonelli:  El dolor como oportunidad.

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