Corría el año 1520 cuando un oscuro capitán de la armada española consiguió autorización de sus superiores para abandonar el campamento en que se encontraban, e iniciar una expedición hacia el sur, donde supuestamente habría grandes cantidades de oro y  de plata. Luego de armar un pequeño ejército con trescientos hombres, dejaron territorios en los cuales hoy se emplazaría Panamá, y se dirigieron al sur del continente aún inexplorado.

El desafío no era simple, ya que había que resolver las grandes contradicciones del rey: dominar tierras, encontrar y apropiarse de tesoros, y educar y evangelizar a los indios. Resultaba difícil pensar que los aborígenes estarían de acuerdo con que los saquearan, y les denostaran sus dioses para obligarlos a cambiar por el único dios que supuestamente serviría, que naturalmente era el de los españoles.

Al igual que ocurre en la vida, basta ponerse a caminar para que surjan los problemas. Tan pronto empezada la expedición, las enfermedades, las pestes, los animales mortales, el hambre, y los indios peligrosos, comenzaron a diezmar el ejército. La situación se agravaba en la medida que se adentraban en territorios vírgenes e inciertos. Como la mayoría de los soldados no compartía la codicia, ni comprendía el punto de vista del jefe, decidieron escribirle al rey para que los rescatara de aquél líder temerario y demente que los conduciría a una muerte segura.

Enterado de la situación, el capitán interceptó las cartas, y en un gesto de poder y autoridad mandó a fusilar a los conspiradores. Sin embargo y como siempre pasa, una carta consiguió sortear el cerco y llegar a manos del rey, quien injustamente indignado, envió a un delegado para que abortara la misión y trajera de regreso a aquél capitán codicioso para ser juzgado.

El delegado del rey recién pudo alcanzar a la expedición en la isla de Pájaros -actual Ecuador-. Citó al capitán y le comunicó que la misión se había terminado, y que estaba bajo arresto para ser regresado a España en donde sería juzgado. El líder, poco preocupado por el representante real, convocó a toda la gente a la playa, y cuando no faltó nadie, desenfundó abruptamente la espada. Todos esperaban lo obvio: que degollara al delegado del rey como una nueva muestra de su determinación y poder.

Nada de eso ocurrió. Luego de unos instantes que parecieron una eternidad, el capitán trazó una raya perpendicular al océano Pacífico, separando el norte del sur. Después de una pausa, él mismo la cruzó para quedar del lado austral. En un ambiente  de tensión insostenible en donde el aire se cortaba con cuchillo, el capitán pronunció unas palabras que aún 500 años después retumban en la isla.

«-Esta es la tierra de los peligros, las hambres y la muerte. El norte en cambio, es la tierra de las seguridades. Por allá -señalando el norte-, se va a Panamá a ser pobres e ignotos, pero tener una vida larga y segura. Por donde yo estoy, se va al Perú a ser ricos, gloriosos e inmortales. Elijan Uds. de qué lado quieren estar.»

Cuenta la historia que trece personas cruzaron lentamente la raya y se pararon de su lado, el sur. El resto decidió volverse a centroamérica.

El capitán era Francisco Pizarro, y con ese puñado de hombres determinados conquistó el Perú y llegó a dominar tierras cuya superficie eran siete veces las del imperio Español.

Como tal vez fuera inevitable, años después murió apuñalado por sus más estrechos colaboradores.

Artículo de Juan Tonelli: Determinación