“-¿-Alguna vez chocaste?» El ex campeón de automovilismo miró a Alan con una mezcla de ternura y fastidio.

“¿-Vos pensás que alguien puede ser piloto de carreras sin haber chocado varias veces? No hay manera. En veinte años de trayectoria tuve seis accidentes y en uno casi me mato. Los corredores vivimos los choques como parte inevitable del deporte. Uno no está pensando que va a tener un accidente, pero definitivamente lo asume como algo que puede pasar. En todo caso el único deseo es no matarse.»

La respuesta del piloto dejó a Alan pensado. Recordó a Niki Lauda, quien aun siendo el campeón mundial de fórmula uno sostenía que el riesgo estadístico de morirse en una carrera era del veinte por ciento. Y que él lo aceptaba, pero no quería ni un punto porcentual de riesgo adicional. Saber que cinco pilotos perdían la vida anualmente ya era demasiado, como para asumir más.

Esa visión lo había motivado a abandonar la última carrera de 1976. Aquella dramática decisión le había permitido a su archirrival James Hunt arrebatarle el campeonato del mundo que Niki Lauda defendía y que estaba a punto de volver a ganar. Pero el austríaco no estaba dispuesto a correr a altas velocidades bajo una lluvia torrencial e incrementar el riesgo de morirse más allá del arbitrario veinte por ciento. El británico sí, y se quedó con todo.

Independientemente del perfil de riesgo de cada uno, Alan se dio cuenta que podía haber pilotos o personas más audaces, pero  ninguno podía ignorar los peligros que corría. En todo caso, algunos estaban dispuestos a asumir más riesgos y otros menos.

Pero nadie pretendía lo imposible de no correr ningún riesgo. Si ese era el deseo, había que quedarse en la tribuna.

Darse cuenta que chocar era en cierto sentido, normal, le dio tranquilidad. Después de todo, él no era el único estúpido que tenía problemas y cometía errores. Si bien era un descubrimiento obvio, a los seres humanos les costaba mucho internalizarlo.

Se preguntó si podría aceptar esos riesgos. Un primer reflejo de supervivencia le dijo que no. Sentía miedo. Pero resignarse a ver las carreras desde la tribuna le resultaba frustrante. Era una falsa tranquilidad, que enmascaraba impotencia.

Él no quería ser un espectador de su propia vida, sino un jugador.

Su mente asoció las carreras con las peleas. Siempre había tenido dificultades para agarrarse a trompadas. La razón había que buscarla en el miedo. Su cabeza generaba varias justificaciones, todas correctas. Que la violencia era el recurso de los incapaces; que pelearse era de animales; que había que tener autodominio porque uno nunca sabría si la otra persona estaba armada y podía desencadenarse una tragedia. Sin bien las razones eran correctas, hubiera sido más honesto y simple reconocer que tenía miedo. ¿A qué?

A recibir un trompazo. O varios.

Pensándolo con serenidad, no era tan grave. Podría provocarle un ojo morado o hasta perder un diente. Y si bien nada de eso era agradable, tampoco era la muerte. Sin embargo, así lo vivía Alan. El mero hecho de exponerse a recibir un puñetazo, le resultaba terrible.

Se empezó a dar cuenta que evitar las peleas a toda costa, tenía enormes costos ocultos. El principal, tener que tragarse grandes injusticias.

Obviamente estaba descontado el equilibrio. No se trataba de andar peleándose todo el tiempo, sino de entender que tampoco se podía vivir sin pelearse nunca. Uno conservaría todos los dientes y huesos sanos, pero seguramente quedarían heridas emocionales mucho más profundas que una eventual fisura en un pómulo.

¿Cómo se podía pasar toda una vida sin pelearse? La mente de Alan se defendía como un gato panza para arriba, escupiendo respuestas válidas sin parar. De Jesús a Ghandi y en el medio todo tipo de ejemplos y explicaciones.

¿Qué le pasaría si asumía recibir veinte trompazos en su vida? ¿Tan grave sería? Tal vez, asumir esos veinte puñetazos implicarían que el daría otros veinte. O tal vez cuarenta o sesenta o cinco. Pero era claro que el tema pasaba por otro lugar.

La reflexión aplicaba a todos los órdenes de la vida. Ni que hablar del amor. Cuánta gente para no volver a sufrir se retiraba de la vida afectiva, como si esa solución no generara más sufrimiento que el que pretendía evitar.  El cuento del gato que se había sentado en una estufa y al quemarse, había decidido no volver a sentarse nunca más, porque estaba convencido que era peligroso.

Alan se dio cuenta que vivir, al igual que las carreras de autos, las peleas o el amor, incluía golpearse, lastimarse. Y si uno no entendía que eso era algo natural, pretendiendo ponerse a salvo, la realidad golpearía mucho más duro. En forma silenciosa pero más nociva. La única forma de inmunizarse era no correr carreras. No pelearse. No enamorarse. No jugar.

La tribuna era siempre un lugar seguro. No tenía los sufrimientos del campo de juego. Ni golpes, ni fracturas, ni derrotas. Ni victorias, ni juego, ni vitalidad. Un domingo por la tarde.

Comprendió que vivir era una actividad en la que no se podía no salir lastimado. Insistir en preservarse tenía consecuencias más dolorosas aunque fueran difíciles de percibir en el corto plazo.

El proverbio “soldado que huye sirve para otra batalla” hacía mucho daño. Más que salvar vidas, producía legiones de muertos en vida que se la pasaban preservándose para un combate que nunca llegaba. ¿Con qué se encontrarían al final de sus días? ¿Con correctas explicaciones de porque no habían corrido ciertas carreras, no se habían involucrado en algunas peleas y no habían amado a determinadas mujeres?

Se preguntó cómo viviría si asumiera que tendría choques, recibiría puñetazos y sufriría por amor. La primera respuesta fue que tendría más paz. La tensión por evitar esas situaciones disminuiría si las aceptaba como parte del camino. Por otro lado, si asumía que iban a ocurrir, era probable que se animara a jugar con mayor frecuencia. Si el mecanismo básico de auto preservación era no jugar, aceptar los golpes como algo inevitable facilitaría que se involucrara.

Creer que uno podía salir de la vida sin golpes era una idea falsa y generaba mucho sufrimiento. Ya era hora de ver el juego tal como era. Y jugarlo.

Artículo de Juan Tonelli: Del juego y la tribuna

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