«Cuanto más grande se ponga Andrea, más tendrá que desconectarse de sí misma».

«¿Por qué?», preguntó Enrique tratando de entender.

«Porque en la medida que vayan pasando los años, al no poder desplegar su vida, más dolor irá acumulando», completó el terapeuta.

«¿Y por qué no puede desplegar su vida?, insistió Enrique.

«Porque se pasa la vida tratando de compensar lo que no tuvo. Lo que ella necesita sanar es que cuando fue chiquita no la miraron, no conectaron con ella. Y ella aprendió a defenderse de ese desamor convirtiéndose en una persona de acción».

«¿Desamor de su madre?, disparó Enrique casi indignado. «Si su madre siempre la quiso, la cuidó muchísimo y estuvo pendiente de ella….», completó.

«Su madre es una mujer que en vez de hacerse cargo de su vida, eligió victimizarse. Se pasó quejándose para no tener que pararse en sus propios pies. Fue una señora que no se animó descubrir quién era y darle espacio a su ser».

«Eligió ser buena alumna, buena esposa, buena madre. Pero ahí no hubo amor. Solo hubo cumplimiento», dijo con suma tranquilidad el terapeuta.

Enrique acusó el golpe. La punta de aquél iceberg ya era evidente.

«Y en mi experiencia de treinta años viendo pacientes, donde hay tanta observancia de normas y mandatos, no hay amor. No puede haberlo porque tantas reglas matan toda la vitalidad del ser humano. Directrices que por otra parte, no son propias, sino que vienen de afuera».

«No se puede culpar a la madre de Andrea, porque seguro que ella tampoco fue amada cuando era chica. Es la historia del ser humano, que en algún sentido, es el pecado original. Una cadena infinita de condicionamientos, de amores muy imperfectos, por no decir desamores».

«Pero ojo, si bien esa señora mayor pudo no haber sido culpable, es responsable. Y más aún en la medida que fue creciendo. Con más de setenta años, la mamá de Andrea no puede decir que no la dejaron vivir. Podría explicar que la condicionaron mucho cuando era niña, adolescente y hasta adulta. Pero a partir de cierta edad, ella decidió no salir de ese esquema. Por la razón que sea, pero fue ella quien eligió quedarse».

Enrique levantó las cejas como pidiendo más información.

«El problema es que su pobre hija toma esa posta, y para salvarse de aquella frustración caminante que era su madre, elige el camino de hacerse a sí misma. Y esa decisión la distancia de su ser porque ella no necesita hacerse. Ella es. Pero no se da cuenta».

«Vive esforzándose para ser una mujer realizada e independiente, sin siquiera registrar quién es ella, y cuál sería la verdadera realización que clama su corazón. Seguramente sea algo distinto de lo que hubiera sido para su madre».

«Por otra parte, es imposible ser uno mismo cuando uno reacciona a una circunstancia. Toda reacción es una respuesta a un estímulo de algo externo, y acá se trata de que Andrea registre con qué cosas vibra, qué surge de su interior. «

Enrique se quedó helado. La sola idea de pensar que alguien iba acumulando dolor por no poder desplegar su vida, lo estremeció. Por un lado, esa debía ser la historia de todas las personas, al menos durante algunas décadas. ¿Quién podría desarrollar su libertad interior antes de la mitad de la vida?

Luego, a través de las crisis y las pérdidas, se nos impone ir dejando atrás mandatos y condicionamientos, para empezar a enterarnos quién es uno y qué queremos. Es un largo, larguísimo camino que nunca comienza antes de haber transitado buena parte de la existencia. Y eso en el mejor de los casos, ya que muchas personas no arrancan nunca.

Ponerse en marcha lleva es indagar qué es lo que uno quiere. Y ese camino suele ir despejándose muy lentamente, al ir descubriendo las cosas que no queremos. No hay iluminación, secreto, ni magia alguna. Solo prueba y error. Mucho error. Y esos golpes son las cinceladas con las que la realidad nos va tallando.

Enrique escuchaba atento al terapeuta, quien prosiguió:

«Pero ese mecanismo de supervivencia que es el hacer, termina siendo su trampa. Andrea intenta mostrarse como alguien independiente y exitoso, pero en el fondo, está llena de angustia. El precio que paga es altísimo. Debe sentir que no puede ser quien ella en verdad es».

«Tal vez hasta anhela construir un hogar, lleno de calor y afecto, pero se pasa la vida guerreando afuera, mientras sin proponérselo, su casa se ha ido convirtiendo en un iglú, y sus vínculos en algo formal y seco».

«Debe experimentar un frío propio de una soledad desgarradora. Donde el primer aislamiento, es el de sí misma.»

«¿Y qué se puede hacer?, preguntó Enrique como si fuera un niño.

«Para empezar, darse cuenta. Y ojo que es bien difícil. Por lo general cuando nos señalan esto, lo negamos, lo rechazamos y nos enojamos. Es comprensible. Nos cuesta mirar a los ojos a nuestro propio dolor».

«Luego de registrar, tarea que puede llevar años, hay que dejar de correr atrás de espejismos. Es imposible ser feliz y hacer las paces con nosotros mismos, si inconscientemente, nuestra única misión es tratar de arreglar la propia historia. El pasado no tiene arreglo, pero siempre tiene solución».

«No entiendo la diferencia», protestó Enrique.

«Cuando rompemos una taza, la podemos pegar y reparar. La fractura ya no se irá más, pero se puede recuperar la funcionalidad. En el plano de la salud, uno puede tener un infarto y le harán varios bypass o colocarán stents. El músculo cardíaco que se murió, no volverá a funcionar, pero uno puede seguir viviendo. Seguramente con algunas restricciones, y si fue capaz de capitalizar la experiencia, con unas cuantas enseñanzas».

«A Andrea y a su madre, y probablemente a todos sus antecesores, les pisotearon la brújula. Pero eso es normal, siempre pasa. Todas las personas transitan buena parte de sus vidas sin tener la más mínima idea de quiénes son y qué quieren. Simplemente responden a sus programaciones».

«Pero llega un momento en que las crisis, el dolor, las pérdidas, vienen para despertarnos. Y ahí hay dos opciones: escuchar ese ruido que tanto nos molesta y nos incomoda, o desconectar la alarma. Si elegimos lo primero, podremos ir ajustando la dirección en que nuestro ser pueda ir desplegándose. Si en cambio, elegimos desconectar la alarma, nos perderemos cada vez más».

Enrique escuchaba absorto. Entre inspirado para poder armar su propia vida, y temeroso de no poder hacerlo. «En su experiencia; ¿hay alguna fecha límite para despertar?», preguntó.

«No», respondió la terapeuta. «Creo que hasta la mitad de la vida, es absolutamente normal no tener mucha de idea de qué es lo que uno quiere. Pero a partir de ahí las señales empiezan a ser cada vez más fuertes y frecuentes. Si uno elige ignorarlas, la vida se va enajenando cada vez más. Y también se va tornando cada vez más difícil recuperar la senda correcta, porque cuanto más tiempo pase, más doloroso será asumir el tiempo desperdiciado».

«Las personas pendulan entre dos grandes dolores existenciales: el dolor de no poder desplegar su ser, de sentirse enajenados, exiliados de sí mismos, o el dolor de aceptar toda la vida que han malgastado. Pero esta última opción en infinitamente superior. Tiene vitalidad, libertad, vida. En cambio en la negación de uno mismo solo hay dolor atrapado que se sigue acumulando y uno no puede resignificar».

Al final, las opciones del hombre son básicamente dos: malgastar toda su vida, o aprender a metabolizar los errores y dolores, y como ciertas ostras, ser capaces de transformar las heridas en perlas», concluyó.

Enrique sintió que la vida era algo maravilloso.

Artículo de Juan Tonelli: Ser o no ser.

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