Sergio era un chico muy inteligente. Ya en la secundaria, mientras cursaba en el Colegio Nacional de Buenos Aires, descubrió su pasión por la política. Sentía que la vida le depararía un destino importante. Soñaba que podría ser presidente.  Un destino de grandeza, una vida impresionante.

Al poco tiempo de ingresado a la facultad, sus anhelos y sospechas fueron confirmándose. En una asamblea de estudiantes emergió como el líder, y fue ungido para representar esa facultad en tiempos muy difíciles. La carrera presidencial estaba en marcha.

Para el final de la carrera conoció el amor. Pero el amor en serio. No era uno de esos romances juveniles: Claudia era la mujer de su vida. Igual, decidió no apresurarse, y pese a sentir que eran el uno para el otro, esperó un buen tiempo antes de casarse.

Se recibió y empezó a trabajar cerca de un dirigente político con mucho futuro. Tiempo después y elecciones mediante, Sergio se convertía en la máxima autoridad provincial en la materia. Nada mal para un joven de 28 años. Simultáneamente vinieron los hijos. Primero una mujer, y luego el varón. Un mundo perfecto.

Al llegar a los cuarenta, empezó la crisis ¿de la mitad de la vida? Su actuación profesional, si bien era destacada, no iba camino a la presidencia. No se había convertido en una figura popular, ni nada indicaba que eso fuera a suceder. Una sorda inquietud lo angustiaba. Temía que su gran sueño se frustrara. Pero como todo gran sueño, Sergio ni se animaba a mirarlo fijo a los ojos, por el clásico temor a frustrarse. Prefería hacerse el distraído, para sentir que dolía menos, o que no le importaba tanto, emulando a la fábula de la zorra y las uvas. Igual, como siempre ocurre en la vida, esas negaciones nunca funcionan. Aquella zorra sabía que las uvas no estaban verdes y que se moría de hambre y de ganas de comérselas. Y Sergio sabía que aunque simulara que no le importaba ser presidente, quería serlo a toda costa. Sin embargo, el zarandeo existencial ni había empezado.

Otro amor irrumpió en la vida de Sergio. ¿Cómo podía ser que justo le viniera a pasar a él? La vida, y esa necesidad de perturbar. Aunque había estado convencido que lo que había tenido con Claudia era único, este nuevo flechazo había sido fatal: en pocos meses capturó su mente, cuerpo y espíritu totalmente. Se sentía fracturado, escindido, destrozado. Por una parte, vital, nuevo, oxigenado. Por la otra, yendo a toda velocidad hacia el abismo, autodestruyéndose.

El tiempo fue pasando y después de casi dos años de tórrida relación con Laura, se debatía entre aguantar un poco más o separarse. Su antiguos sueños de grandeza presidencial habían sido archivados hasta nuevo aviso. No es que eso no le importara, sino que no era momento. Lo único que existía en su vida, y que debía ser resuelto y ordenado, era el amor. Toda la vida con Laura era más linda, pero se moría de pena de abandonar a Claudia, y ni que hablar de perder a su familia y a ese trato cotidiano con sus hijitos.

Como a la vida la tienen sin cuidado las preocupaciones de los hombres, todo el angustiante debate interior quedó obsoleto en otro dramático giro del destino. El hijo menor de Sergio sufrió un accidente y quedó cuadripléjico. Una tragedia griega.

La vida se vio forzada a reformularse íntegramente. Buscar médicos y especialistas, que sólo confirmaron que el niño de 12 años no iba a volver a caminar ni mover su brazos nunca más. Kinesiólogos que prometían alguna recuperación. Creyentes que insistían en la búsqueda de algún milagro. Y los padres desesperados que buscaban por todos lados.

En los pocos minutos que tenía para ducharse, Sergio recordaba cuando sus problemas eran que no avanzaba en su carrera vocacional tal como había soñado. O en su amor. La relación con Laura se convirtió en algo aún más dual y contradictorio. Si bien la necesitaba más que nunca -el sexo y la intimidad eran su mejor ansiolítico-, ambos sabían que ya no habría separación posible de Claudia con semejante drama familiar. Por ende, sin hablarlo, vivían como podían los escasos ratos que había. No más sueños de amor romántico ni fantasías de un nuevo hogar y una nueva vida juntos.

La vida fue transcurriendo con extrema dificultad. Varios trabajos para costear muchos gastos médicos, y alta demanda de tiempo entre rehabilitaciones y contención emocional a su mujer e hijos. Sergio se preguntaba qué era la vida, y porqué distaba tanto de lo que él había soñado.

Le tomó varios años reorganizarse y estabilizarse. Ya toda la familia tenía bien incorporada la rutina con alguien cuadripléjico. Los gastos, los horarios kinesiológicos, la asistencia y la vida, había encontrado un razonable equilibrio. Sergio aguantaba como alguien verdaderamente fuerte. Tenía diferido sus sueños, sus amores, pero eso no era tema por ahora. Ya podría avanzar más rápido en su malograda vocación. Y lo de su vida en pareja con Laura no tenía chances en esta vida. Quedaría para una futura ya que en ésta, el destino le había obturado la posibilidad de separarse.

La vida seguía discurriendo por aguas considerablemente tranquilas cuando el destino irrumpió nuevamente para cambiarlo todo. En un estúpido paseo, su hijo se cayó de la silla de ruedas, se golpeó la cabeza y se mató. Él no había querido prenderse el cinturón de seguridad, y al no poder mover los brazos, no pudo impedir el golpe fatal.

Sergio ya no entendía nada. Si la vida parecía algo muy pesado antes de este último accidente, ahora todo resultaba diabólico. No era posible que después de 5 años de calvario para aceptar la nueva realidad de un hijo cuadripléjico, éste se muriera en un accidente menor.

La muerte de su hijo se llevó también su matrimonio. Él y la madre de los chicos se convirtieron en dos mutantes que caminaban por la vida simulando vivir. Sus corazones latían, sus pulmones respiraban, sus párpados pestañaban, pero nada de eso corroboraba que estuvieran vivos. Era sólo una ilusión. La separación ocurrió pocos meses después de la muerte del chico.

Tiempo después, Sergio se reencontró con Laura y ambos pensaron que más allá del drama, podrían finalmente convertirse en esa pareja que tanto habían soñado. Empezaron a salir pero la relación no tenía paz. Pasaban del cielo al infierno en cuestión de segundos. Resistieron la crisis muchos años, antes de asumir que pese a los sentimientos maravillosos que tenían, no podían vivir juntos. Y como siempre pasa, eso nunca se manifiesta con nitidez. O si ocurre, la capacidad de negación de los seres humanos impide verlo. Así es que estuvieron muchos años entre cortes y reconciliaciones.

En el medio de ello, Sergio fue nombrado en un cargo muy importante. No era la presidencia que él había soñado, pero podía sentirse satisfecho de haber alcanzado el cargo público más importante que su profesión podría ofrecerle. En los años que estuvo al frente de ese organismo, pudo comprobar que eso tampoco era ninguna panacea. Había bastante adrenalina, pero baja posibilidad de incidir en la realidad.

Así fue tomando conciencia que la vida se iba pasando con muchas penas y casi ninguna gloria, o mejor dicho ninguna gloria. Las preguntas no lo dejaban vivir en paz. ¿Podría haberse evitado el primero o el segundo accidente de su hijo?¿Tenía sentido haberse separado? ¿Podría haberlo evitado? ¿Por qué no había llegado aún más alto en su carrera político? ¿Por qué su segundo gran amor no había resultado? ¿De esto se trataba la vida?

Terminó su ciclo en la función pública y decidió no reincidir. Encontró una compañera razonable con quien vivir las partes de sus vidas, plausibles de ser compartidas a esa edad. Y decidió hacerle caso al poeta portugués Fernando Pessoa que recomendaba no hacerle preguntas a la vida, porque ella no tenía nada que contestar.

Artículo de Juan Tonelli: La vida es lo que nos pasa.